Feb 9
“Aún quedaba naturaleza: trozos de campo, hierba, regatos, juncos. Había pasado por debajo de uno de los puentes de la Vía Grande, por el camino que había junto al Almacén de Hierros. La carretera que venía de la Factoría de la ANSA, de allá a lo lejos, partía, amenazaba con partir en dos la arcaica Casa de La Torre, una torre a la que sus dueños quitaron la vistosa caperuza de azulejos antes de que la derribara el viento. La carretera, momentáneamente, hasta que se ganara el pleito, se había detenido. El Grúa, esto de la carretera no lo sabía. O no se acordaba. Antes estaba y ahora, no. ¡Phs! Con todo estaba ocurriendo igual. Arrancó un junco con mucho esfuerzo, costándole, jadeando, eso no lo debía hacer, y mascó su raíz, blanca, jugosa y fresca. Se recostó en el terraplén. Equis metros más allá, cerca de la Estación, se había tirado en su tiempo, y por primera vez, a la Cirila. De eso no se acordaba. Eso en una novela, tiene importancia. En la vida, no. El Grúa no era un junco. Era un pedrusco, máxime un tocón de árbol. ¡Buen Dios!“Al Grúa no le gustaba que la Cirila se fuese por ahí, con los críos, a buscar la subsistencia. Al Grúa le gustaba que estuviera a su lado. El Grúa entonces se quedaría acostado en la cueva, con el porrón al lado, mejor la botella, trago va, trago viene, eso de vez en cuando, adormilado, abriendo los ojos, en ese nirvana al que había llegado sin alambicar, tipo ella esclava y él rajá. Alargaría el brazo y la tocaría. Le acariciaría la mano. Sería señal de que aún continuaba aquí abajo, de que no se había ido. Necesitaba a la Cirila como poste de señales, como tabla de comparación. Si ella está ahí, yo estoy aquí. Para nada más. Sí, para que le trajera la lata para mear y para escupir, para que fuera a por más vino, para que encendiera cuando se apagaba el “chumino.”
“Aún quedaba naturaleza: trozos de campo, hierba, regatos, juncos. Había pasado por debajo de uno de los puentes de la Vía Grande, por el camino que había junto al Almacén de Hierros. La carretera que venía de la Factoría de la ANSA, de allá a lo lejos, partía, amenazaba con partir en dos la arcaica Casa de La Torre, una torre a la que sus dueños quitaron la vistosa caperuza de azulejos antes de que la derribara el viento. La carretera, momentáneamente, hasta que se ganara el pleito, se había detenido. El Grúa, esto de la carretera no lo sabía. O no se acordaba. Antes estaba y ahora, no. ¡Phs! Con todo estaba ocurriendo igual. Arrancó un junco con mucho esfuerzo, costándole, jadeando, eso no lo debía hacer, y mascó su raíz, blanca, jugosa y fresca. Se recostó en el terraplén. Equis metros más allá, cerca de la Estación, se había tirado en su tiempo, y por primera vez, a la Cirila. De eso no se acordaba. Eso en una novela, tiene importancia. En la vida, no. El Grúa no era un junco. Era un pedrusco, máxime un tocón de árbol. ¡Buen Dios!“Al Grúa no le gustaba que la Cirila se fuese por ahí, con los críos, a buscar la subsistencia. Al Grúa le gustaba que estuviera a su lado. El Grúa entonces se quedaría acostado en la cueva, con el porrón al lado, mejor la botella, trago va, trago viene, eso de vez en cuando, adormilado, abriendo los ojos, en ese nirvana al que había llegado sin alambicar, tipo ella esclava y él rajá. Alargaría el brazo y la tocaría. Le acariciaría la mano. Sería señal de que aún continuaba aquí abajo, de que no se había ido. Necesitaba a la Cirila como poste de señales, como tabla de comparación. Si ella está ahí, yo estoy aquí. Para nada más. Sí, para que le trajera la lata para mear y para escupir, para que fuera a por más vino, para que encendiera cuando se apagaba el “chumino.”
(Francisco Candel: Han matado a un hombre, han roto un paisaje / Círculo de Lectores.)
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