domingo, 18 de mayo de 2008

El estilo lo es todo:


Camino de su heredad de alquiler, se le aparece a Sigüenza el recuerdo de una rinconada de Madrid. Las ciudades grandes, ruidosas y duras, todavía tienen alguna parcela con quietud suya, con tiempo suyo acostado bajo unas tapias de jardines. Asoma el fragmento de un árbol inmóvil participando de la arquitectura de una casona viejecita.
Por allí se internaba muchas veces Sigüenza. La rinconada le dio su goce a costa del cansancio de la ciudad. Allí se escaparía cuando quisiera, llenándose el corazón y los ojos de todo aquello, como si se llenara, de prisa, los bolsillos.
Promesa de provincia; es decir, de infancia. Detrás de un cantón surge el horizonte de tierra labradora: follajes opulentos de la Casa Real; nieblas del río; senderitos que se tuercen y suben, y se apartan de Madrid, anda que te andarás…
…Y al volver la memoria, le parecía a Sigüenza que volviese con recelo sus ojos a muchas leguas de distancia. Porque, ahora, desde la verdad rural, aquel sitio apacible, de consolación, no era sino el principio de la ciudad, un embuste de calma.
Iba Sigüenza montado en un jumento, porque así recorrió, hacía mucho tiempo, sus campos natales. Estaba muy gozoso, como entonces; no había más remedio, para guardarse fidelidad a sí mismo, al que era hace veinte años. Y se inclinaba tocando la piel tibia y sudada de la cabalgadura, y se miró en sus ojos, gordos, dorados y dulces como dos frutos.
El animal doblaba su pescuezo frisado como si le sofocase tanta solicitud; hasta que se paró.
Entonces, Sigüenza, saltando de la enjalma de piel de borrego, se puso a caminar de su lado. El borrico, en medio del arriero y de Sigüenza, como tres amigos que se van a pasear a su antojo.
-¡No tenemos prisa! -lo pensó y lo dijo Sigüenza para que se oyese, creyendo que objetivaba la realidad de su júbilo, porque veía sus palabras desnudas en el silencio, silencio de su boca hasta las cumbres.
Y mirando en su torno toda la tarde, tan ancha, descubrió en el camino la huella de sus pies. Sería la de su bota. No; porque él acababa de sentir el contacto de su carne con la carne del camino. Y esa noche se quedarían sus pisadas, frescas de relente, bajo los cielos inmediatos y finos. ¡Cuántos años sin sentir el ahínco y marca de humanidad por el asfalto y las losas que se chafan o se pisan sin hollar!
Quizás estos aturdimientos probaran en Sigüenza el predominio de la calle. De seguro que él se creía ya en su ruralismo de antaño. Pero aún no debía serlo sino de presencia, de óptica y de tacto, porque la inquietud y el goce seguían refiriéndose a la ciudad de la que traemos el brinco, el grito, la exaltación y la suavidad junciosa; resabio de entusiasmarse por agradar y contentarnos.
Todavía este hombre no se sentía sino a sí mismo, con acústica de recinto cerrado.

Gabriel Miró: Años y leguas.

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