miércoles, 28 de mayo de 2008

EL PURGATORIO DE LA SOLEDAD


En el poema titulado El paraíso sobre los tejados, dice Pavese (y cito de memoria):

-Será un día tranquilo, con una luz fría,
como el sol que se levanta y se pone.
Nos despertaremos en la tibieza del último sueño;
el aire será tal la tibieza;
pondrá una sombra larga sobre el rostro supino… -

Fue una premonición, fue el pálpito de esa jornada postrera sobre cuyo advenimiento el poeta tuvo, a través de su vida, una conciencia muy clara. La muerte, para nuestro hombre, será, a la postre, una forma de libertad, una manera de desligarse de esas candentes ataduras -crueles y sin posible elusión- que fueron aferrándose a su espíritu, cual malas hierbas, a lo largo de toda su peripecia vital. Sobre los posibles mecanismos de defensa ante este difícil avatar, creemos que no fueron muy firmes o que él no tuvo la suficiente fuerza, el cuajo necesario, para construirlos, para curarse, con arriesgada homeopatía, de esas parasitaciones. No fue muy brillante el planeta que reinó el día de su nacimiento, en septiembre de 1908, en un pueblo de Cuneo (Piamonte) llamado Santo Stefano Belbo. Ni los sucesos familiares ni políticos iban a favorecer a un hombre frágil y circunspecto, poco agraciado físicamente y vulnerable por su genuina sensibilidad. La incomunicación, que entraña soledumbre, las dudas éticas, en unos años en los que sólo cabía la alternativa de rebelarse o de rendirse ante los acontecimientos, y el difícil acceso al mundo femenino son tres goznes sobre los que gira una vida dolorosa y atormentada que se refleja de manera palmaria en ese diario, El oficio de vivir, que escribió durante toda su vida y que termina el 17 de agosto de 1952 con tres frases: “Todo esto me repugna. Ninguna palabra. Un gesto. No escribiré más”. A partir de ahí, la habitación solitaria del hotel Roma, las cinco llamadas telefónicas, lo somníferos y, acaso, el encuentro, por fin, con aquella dama de la voz ronca.

Césare Pavese es una figura de rasgos trágicos, como si un hado maligno, un sino, lo hubiera ido persiguiendo un día tras otro. Muy niño, pierde a su padre y queda tutelado por su madre, una mujer autoritaria y desilusionada, cuyo carácter, precisamente, buscó Pavese en las mujeres que, ya adulto, pudieron interesarle. Había en él una desconfianza hacia la ternura y su despliegue, hacia el amor dulce, apacible, un poco bobalicón, que hace las delicias de un determinado tipo de hombre. El poeta se prendó siempre de las mujeres de temperamento vigoroso, un punto adustas, que viven para sí y saben arrostrar los inconvenientes que la vida, como si fueran guijarros o rodrigones, les va poniendo en el camino; mujeres cuyo nombre -y esto es una anécdota apuntada por Marta Rivera de la Cruz- aparece en sus novelas con su C inicial: Cate, Clelia, Concia, mientras que a las hembras débiles y sumisas las apoda con una E de comienzo: Elena, Elvira, Ernestina… Aun así, en el poeta siempre coexistirán dos sentimientos ante la mujer: el de admiración y deseo de compartir su afecto, y el de menosprecio e incluso odio, un odio que acaso arranque en el rechazo de ellas ante sus requerimientos . Estos juicios no tienen por qué asombrarnos. Pavese sintió siempre un ardiente deseo de encontrar a la mujer ideal -su propia biografía lo delata-, y ellas no pudieron o no quisieron corresponderle. El despecho de Pavese es comprensible; como todos los fracasados en el amor, siente una confesada simpatía por las mujeres de la vida. Sin embargo, él contrajo una bronquitis crónica al esperar bajo el aguacero a una artista de varietés que, al final de su representación, huyó por una puerta lateral con otros hombres, dándole humazo. Y su estancia en la cárcel se debió al acceder, por el amor no correspondido de una joven activista, al cruel oficio de cartero entre ésta y su amante partisano. Estando en esto, conviene decir que acaso su gran amor, el postrero, fue la americana Constance Dowling. Ésta le rechaza y le confiesa que va a casarse con otro hombre. Pavese lo acepta con estoicismo y todavía es capaz de enviarle poesías, sin resquemor, sin esperanza. ¿Y a qué mujeres pudo llamar en su última noche…?

Es posible que, a la vista de lo sobredicho, se pueda tener una opinión algo desfavorable de Pavese. En realidad, sus denuestos contra las mujeres vienen dados por el menosprecio que éstas sintieron siempre hacia el poeta. Pavese buscó a la mujer ideal o, al menos, a aquella que se adaptase más estrechamente a su manera de ser y de sentir. No la encontró y eso le hizo generalizar un juicio negativo sobre el mundo femenino, más rabieta y venganza que convicción. Podríamos resumirlo en esta frase: Pavese amaba a las mujeres; las mujeres no le amaban a él. Para colmo, es palmario que habría necesitado una mujer de fuerte personalidad (¿trasunto de la madre?) que resolviera esa desconfianza del poeta hacia la blandura, el amor fácil, lo empalagoso del mimo. Y hasta su última noche en el hotel Roma de Turín no renunció a encontrarla.

Estudio aparte necesitaría toda la magnífica y significativa obra poética que Césare desplegó durante su andadura por la tierra. Creo que debo señalar, porque es un factor a tener en cuenta, el conocimiento exhaustivo que tenía él de la poesía y la novelística norteamericana, a tal extremo que puede decirse que la puso de moda. Traductor de Walt Whitman, Sinclair Lewis, Melville, Sherwood Anderson, Steinbeck, Dos Passos, Gertrude Stein, Daniel Defoe, Dawson, Morley, Dickens o el citado Faulkner, su familiaridad con las letras americanas es indudable. Coordinó, junto con Vittorini su Antologia americana. De aquella poesía aprendió el tono mesurado pero vigoroso, la naturalidad, el lenguaje coloquial -a veces cerca del prosaísmo-, el verso muy extendido sobre la página por mor de decasílabos y endecasílabos, la capacidad de observación y, sobre todo, de trascender las cosas que aparentemente están menos revestidas de interés; algo que ya hizo Vallejo, en el Perú, y de lo cual los yanquis son maestros.

Creemos, sin demasiado miedo a equivocarnos, que Pavese (nacido en1908), junto con Montale (1896), Quasimodo, (1901) Ungaretti (1888) Pasolini (1922) y acaso Dino Campana (1885) forman un friso impresionante de lo que ha sido la poesía transalpina del pasado siglo.
En un soneto inmarchitable, Francisco de Quevedo se enfrentó a la muerte diciéndole que perdería su condición si mirase a su amada, a tal extremo, que se volvería vida. Dice: “Que serás vida si llegase a verte, y quedarás de ti desconocida”. Siglos más tarde, otro poeta, este italiano y de nombre Césare Pavese le escribe a la mujer de su sueño: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. ¿Puede pensarse en algo más apasionado y estremecedor?

Jorge G.Aranguren (27-5-2008)

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