Abr 15
Aquella tarde Biosca me enseñó Ceret, que es una divinidad. Era primavera y el pueblo estaba rodeado de viñas en sazón, de cerezos cargados de fruta primeriza y de huertos encamados, en una claridad angelical. En cada árbol había un ruiseñor y todos cantaban sin cesar. Había tantos que un pintor norteamericano, que me encontré tomando el aperitivo en el café principal, me dijo que no le dejaban dormir y tenía que tomar veronal. Aquel hombre era, probablemente, un gran artista y además un perfecto animal. Las calles de Ceret tienen algo adorable: durante todo el año; a ambos lados transcurre una corriente de agua que fluye sin cesar. Esa abundancia produce una agradable sensación de felicidad. Cuando Déodat de Séverac cogía una cogorza solía sentarse sobre esas corrientes líquidas para despejarse la cabeza. Por la noche, el rumor profundo y suave de las aguas me recordaba vagamente los murmullos aterciopelados de las fuentes de Roma, que aún a veces me hacen soñar. El pueblo es viejo, apiñado, con muchas plazoletas, sombreadas por plátanos antiguos y muchas callejuelas adormecidas, estrechas y estiradas. Me mostraron la casa en la que se firmó el tratado de los Pirineos, que tantos recuerdos guarda para nosotros, los catalanes. Frente a la casa hay una fuente redonda, de proporciones y materiales admirables, coronada por un león renacimiento bastante pesado con una inscripción en latín macarrónico que dice: “¡Venid, ceretanos! El león castellano se ha convertido en gallo gaulois”. También visitamos la casa del obispo Subirana, que tiene una gran biblioteca oscura y unas palmeras de escayola en relieve en las paredes de la galería porticada. Nos detuvimos unos instantes ante el monumento a los muertos de la guerra del catorce, de Maillol, y ante la figura que conserva la memoria de Séverac. Son dos formas de primer orden, de una simplicidad impresionante y una fuerza que deja el ánimo vago y flotante. Por la noche, acunado por las aguas y los trinos de los ruiseñores, leí la historia del Rosellón y, por primera vez, supe de la existencia del famoso juez Sagarra, que fue magistrado al servicio de Luis XIV, y cometió atrocidades pasando a cuchillo a los contrarios a la anexión del Rosellón a Francia. El juez era catalán, por supuesto, y de todos los traidores que menciona nuestra historia, además de ser uno de los más repugnantes, es de los que dejó más vivo recuerdo, pues en todo el Vallespir, cuando se quiere aún hoy hablar de un tipo cruel y sanguinario, se dice que es de la piel de Sagarra.
Aquella tarde Biosca me enseñó Ceret, que es una divinidad. Era primavera y el pueblo estaba rodeado de viñas en sazón, de cerezos cargados de fruta primeriza y de huertos encamados, en una claridad angelical. En cada árbol había un ruiseñor y todos cantaban sin cesar. Había tantos que un pintor norteamericano, que me encontré tomando el aperitivo en el café principal, me dijo que no le dejaban dormir y tenía que tomar veronal. Aquel hombre era, probablemente, un gran artista y además un perfecto animal. Las calles de Ceret tienen algo adorable: durante todo el año; a ambos lados transcurre una corriente de agua que fluye sin cesar. Esa abundancia produce una agradable sensación de felicidad. Cuando Déodat de Séverac cogía una cogorza solía sentarse sobre esas corrientes líquidas para despejarse la cabeza. Por la noche, el rumor profundo y suave de las aguas me recordaba vagamente los murmullos aterciopelados de las fuentes de Roma, que aún a veces me hacen soñar. El pueblo es viejo, apiñado, con muchas plazoletas, sombreadas por plátanos antiguos y muchas callejuelas adormecidas, estrechas y estiradas. Me mostraron la casa en la que se firmó el tratado de los Pirineos, que tantos recuerdos guarda para nosotros, los catalanes. Frente a la casa hay una fuente redonda, de proporciones y materiales admirables, coronada por un león renacimiento bastante pesado con una inscripción en latín macarrónico que dice: “¡Venid, ceretanos! El león castellano se ha convertido en gallo gaulois”. También visitamos la casa del obispo Subirana, que tiene una gran biblioteca oscura y unas palmeras de escayola en relieve en las paredes de la galería porticada. Nos detuvimos unos instantes ante el monumento a los muertos de la guerra del catorce, de Maillol, y ante la figura que conserva la memoria de Séverac. Son dos formas de primer orden, de una simplicidad impresionante y una fuerza que deja el ánimo vago y flotante. Por la noche, acunado por las aguas y los trinos de los ruiseñores, leí la historia del Rosellón y, por primera vez, supe de la existencia del famoso juez Sagarra, que fue magistrado al servicio de Luis XIV, y cometió atrocidades pasando a cuchillo a los contrarios a la anexión del Rosellón a Francia. El juez era catalán, por supuesto, y de todos los traidores que menciona nuestra historia, además de ser uno de los más repugnantes, es de los que dejó más vivo recuerdo, pues en todo el Vallespir, cuando se quiere aún hoy hablar de un tipo cruel y sanguinario, se dice que es de la piel de Sagarra.
Joseph Pla: Vida de Manolo
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