Mar 10
“Crieme, como todos los niños, con teta y moco, lágrimas y caca, besos y papilla. No tuvo mi madre en mi preñado ni en mi nacimiento antojos, revelaciones, sueños, ni señales de que yo había de ser astrólogo o sastre, santo o diablo. Pasó sus meses sin los asombros o las pataratas que nos cuentan de otros nacidos; y yo salí del mismo modo naturalmente, sin más testimonios, más pronósticos. Ni más señales y significaciones que las comunes porquerías en que todos nacemos arrebujados y sumidos. Ensuciando pañales, faldas y talegos, llorando a chorros, gimiendo a pausas, hecho el hazme reír de las viejas de la vecindad, y el embelesamiento de mis padres, fui pasando hasta que llegó el tiempo de la escuela y los sabañones. Mi madre cuenta todavía algunas niñadas de aquel tiempo; si dije este despropósito o la otra gracia; si tiré piedras; si embadurné el baquero; el “papa”, “caca”, y las demás sencilleces que refieren todas las madres de sus hijos; pero siendo en ellas amor disculpable, prueba de memoria y vejez referirlas, en mí será necedad y molestia declararlas. Quedemos en que fui como todos los niños del mundo, puerco y llorón; a ratos gracioso, y a veces terrible, y están dichas todas las travesuras, donaires y gracias de mi niñez.A los cinco años me pusieron mis padres la cartilla en la mano, y con ella me clavaron en el corazón el miedo al Maestro, el horror a la escuela, el susto continuado a los azotes, y las demás angustias que la buena crianza tiene establecidas contra los inocentes muchachos. Pagué con las nalgas el saber leer, y con muchos sopapos y palmetas el saber escribir; y en este Argel estuve hasta los diez años, habiendo padecido cinco en el cautiverio de Pedro Rico, que así se llamaba el cómitre que me retuvo en su galera. Ni los halagos del maestro, ni las amenazas, ni los castigos, ni la costumbre de ir y volver de la escuela pudieron engendrar en mi espíritu la más leve afición a las letras y las planas. No nacía esta rebelión de aquel común alivio que sienten los muchachos con el ocio, la libertad y el esparcimiento, sino de un natural horror a estos trastos, de un apetito propio a otras niñerías más ocasionadas y más dulces a los primeros años…”
“Crieme, como todos los niños, con teta y moco, lágrimas y caca, besos y papilla. No tuvo mi madre en mi preñado ni en mi nacimiento antojos, revelaciones, sueños, ni señales de que yo había de ser astrólogo o sastre, santo o diablo. Pasó sus meses sin los asombros o las pataratas que nos cuentan de otros nacidos; y yo salí del mismo modo naturalmente, sin más testimonios, más pronósticos. Ni más señales y significaciones que las comunes porquerías en que todos nacemos arrebujados y sumidos. Ensuciando pañales, faldas y talegos, llorando a chorros, gimiendo a pausas, hecho el hazme reír de las viejas de la vecindad, y el embelesamiento de mis padres, fui pasando hasta que llegó el tiempo de la escuela y los sabañones. Mi madre cuenta todavía algunas niñadas de aquel tiempo; si dije este despropósito o la otra gracia; si tiré piedras; si embadurné el baquero; el “papa”, “caca”, y las demás sencilleces que refieren todas las madres de sus hijos; pero siendo en ellas amor disculpable, prueba de memoria y vejez referirlas, en mí será necedad y molestia declararlas. Quedemos en que fui como todos los niños del mundo, puerco y llorón; a ratos gracioso, y a veces terrible, y están dichas todas las travesuras, donaires y gracias de mi niñez.A los cinco años me pusieron mis padres la cartilla en la mano, y con ella me clavaron en el corazón el miedo al Maestro, el horror a la escuela, el susto continuado a los azotes, y las demás angustias que la buena crianza tiene establecidas contra los inocentes muchachos. Pagué con las nalgas el saber leer, y con muchos sopapos y palmetas el saber escribir; y en este Argel estuve hasta los diez años, habiendo padecido cinco en el cautiverio de Pedro Rico, que así se llamaba el cómitre que me retuvo en su galera. Ni los halagos del maestro, ni las amenazas, ni los castigos, ni la costumbre de ir y volver de la escuela pudieron engendrar en mi espíritu la más leve afición a las letras y las planas. No nacía esta rebelión de aquel común alivio que sienten los muchachos con el ocio, la libertad y el esparcimiento, sino de un natural horror a estos trastos, de un apetito propio a otras niñerías más ocasionadas y más dulces a los primeros años…”
Diego de Torres Villarroel (1693-1779)
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