sábado, 10 de mayo de 2008

LIBROS RECOMENDADOS

  • "LOS PECES DE LA AMARGURA" de Fernando ARAMBURU (Editorial TUSQUEST):


    Es raro que recomiende una novela actual. Ni siquiera las de los amigos, excepto rarísimas excepciones. En primer lugar leo muy pocas. Las novelas las carga el diablo, y cada cual tiene sus gustos. No soy fiable en eso. Otra cosa son novelas de antes, clásicos y asuntos así; cosas que a uno le parecen poco conocidas, o injustamente olvidadas. También, muy rara vez, un autor joven o nuevo que me deslumbra, como ocurrió en su momento con Las máscaras del héroe de mi hoy vecino Juan Manuel de Prada, o cada vez que Roberto Montero, alias Montero Glez, saca libro nuevo –acaba de publicar su premiada Pólvora negra–. A veces algún lector me pide una lista de títulos; pero procuro escurrir el bulto, en especial cuando se trata de novela posterior a la primera mitad del siglo XX, excepto Anthony Burgess, Le Carré, Pynchon, O’Brian y alguno más. Todos guiris, como ven. En España, mis labios están sellados. O casi. Por una parte, no estoy muy al tanto. Por la otra, no me gusta ser responsable de nada. Ni de lo bueno, ni de lo malo. Bastante tengo encima con lo mío.

    Hoy, sin embargo, debo saltarme la norma. Y lo hago porque ni conozco al autor ni creo que me lo tropiece nunca. Se llama Fernando Aramburu, es más o menos de mi quinta, vasco de San Sebastián, y creo que vive en Alemania. Todo esto lo sé por la solapa del libro, que salió hace año y medio, pero que me regaló ayer mi compañero de la Real Academia Carlos Castilla del Pino. Se titula Los peces de la amargura, y lo hojeé más por cortesía que por otra cosa. Pensaba dedicarle media hora pero me lo zampé en una tarde, hasta la última página, tras haberme removido doscientas veces, conmovido e inquieto, en la butaca. Luego me levanté pensando: «Mañana me toca escribir lo de XLSemanal, y así de caliente tengo dos opciones: desahogar esta mala leche, y que algunos lectores vascongados se acuerden de mis muertos, o escribir un artículo hablando de este puto libro». Así que ya ven. Me decido por el libro.

    Son varias historias escritas de forma muy limpia, sin adornos. Al grano. Prosa seca y cortada, casi documental. Todas ocurren en el País Vasco, en pueblos o ciudades. Vida doméstica que allí es cotidiana: un padre que se aferra a los peces de su acuario para soportar la desgracia de su hija mutilada en atentado terrorista, la madre de un joven preso de ETA, la mujer de un policía municipal hostigada en un pueblo, el compañero de juegos que luego lo será de atentados, la cobardía vecinal ante el que ha sido marcado como enemigo de la patria vasca... No son historias contadas desde un solo punto de vista. Todo cabe en ellas: los motivos y las sinrazones, los verdugos y las víctimas cuyos papeles pueden trocarse en un momento. La memoria y el presente, el miedo, la vileza, la desesperanza, la derrota, la supervivencia. Sobre las doscientas cuarenta y dos páginas del libro –ya he dicho que se lee en una tarde– planea todo el tiempo una sombra densa de tristeza. De la amargura que contiene el título de esta obra singular.

    Créanme: no hay discurso de político, información de prensa, análisis de experto, obra monumental por volúmenes, telediario ni retórica alguna que logre transmitir de forma tan contundente, estremecedora, el hecho de haber vivido y vivir la realidad vasca. La de verdad. La que nunca hay cojones para expresar en voz alta. No la simpática de boina, tapeo y partida en el bar, ni la idílica rural de valles y colinas verdes, ni la oficial de discursos mirando al tendido. Los peces de la amargura cuenta la verdad de un mundo, de una tierra y de una gente con miedo, con odio, con cáncer moral en el alma. De algo a lo que el silencio de tantos años, el paraguas de las complicidades cruzadas, la cobardía y la infamia, siempre presentes y nunca desnudas, no han hecho sino pudrir y enquistar como un absceso. Sin que le tiemble el pulso, desgranándolo con mucha calma página a página, el autor nos habla precisamente de todo aquello de lo que allí no se habla, no se debe mirar y no se toca: el miedo de una esposa, el silencio de una madre, la desesperación de la ausencia, la impotencia de la víctima, el veneno de los obtusos y los malvados, la ausencia de caridad de los fanáticos, la infame ruindad cobarde, insolidaria, que nos caracteriza a la mayor parte de los seres humanos.

    No sabía mucho hasta ahora, como digo, de Fernando Aramburu ni de este libro –no hay tiempo ni ganas para todo–, excepto que su autor es escritor solvente y respetado por algunos de mis amigos. Tampoco sé si le caigo bien o mal, o si ha leído alguna de mis novelas. Me importa un rábano. Pero merece esta página más que yo. Por eso hoy se la dedico. Para que conste. Arturo Pérez Reverte
  • "LOS HOMBRES INTERMITENTES" de Francisco Javier IRAZOKI (Editorial HIPERION) : Este libro de Francisco Javier Irazoqui pesa poco en las manos. Es bueno que un libro pese poco, diga mucho y que, como en este caso, se pueda abrir por cualquier capítulo para sentir ese remezón, ese pequeño calambre que nos aproxima al autor y termina por hacerlo nuestro o, por pura simbiosis, nos entrega a él. Dejemos el antiguo pleito de quién es más importante, si el autor, o el lector que, en la operación de leer, escribe sin pretenderlo un nuevo texto, una ficción cercana pero a todas luces diferente. Este libro, además, y ya en el terreno de lo prescindible y anecdótico, huele bien; hagan ustedes el gesto, como si de abanico se tratara, de aproximarlo a sus rostro… Esto del oler los libros es un truco que me enseño el amigo encargado del prólogo, Fernando Aramburu, y uno no sabe si se trata de una broma o de una excentricidad que al autor de Fuegos con Limón le llevaría a sus tiempos de Cloc y sus curiosos desartes. Pero el truco funciona.Precisamente, Aramburu nos habla, al inicio de esta biografía intermitente, de nuestro amigo Irazoqui, añadiendo rasgos estrictamente biográficos que yo no voy a repetir aquí, aunque constituyan un fundamento ineludible si consideramos el libro como un ente vivo, de cuyos avatares el autor no ha podido desprenderse (posiblemente no lo quiso) porque está adherido a él con unos lazos de muy difícil disolución.El libro, no olvidemos que es una autobiografía, tiene su andadura y se despliega ante nuestros ojos y ante nuestra mente cual un mapa en el que podemos leer no sólo lo sucedido, sino eso que estuvo a punto de advenir y se quedó únicamente en potencia. A partir del autorretrato, algo cruel y decididamente irónico, el niño que alienta y vive entre las páginas camina por un sendero que pudo ser idílico. Nos mueve a eso una prosa exactísima, llena de jugos; prosa que nos describe un paisaje montaraz donde la sorpresa -trátese ésta de la visión de un árbol, del comportamiento de un animal, de la seducción que procura a la ternura infantil un accidente meteorológico- se repite. Pero es éste un horizonte que también esconde sus peligros, sus trampas y veladuras. Todo, para el niño despierto, inteligente, espiritado y con ese punto de soledad que va a recorrer una buena parte de su infancia, son motivos de alborozo o de inquietud y desasosiego. Sobre todo, de reflexión. Porque la infancia, aunque se asimile a un paraíso o lo parezca (el tópico de la infancia como una patria es un simple disparate que ha hecho fortuna entre los niños ya viejos, felices y bobalicones), la infancia, repito, no está libre de asechanzas, de mortificaciones. Digamos que es un sendero al borde de diversos y peligrosos abismos. El niño que vive en este libro tiene conciencia del dolor; si físico, superable; si moral, de muy difícil curación. Conoce el sufrimiento, el abandono, la insolidaridad, las malas artes y la muerte. Crece escuchando las voces, apagadas o imaginadas, que el hermano muerto le va diciendo a través del sabor agridulce que le conceden las semillas de un vegetal familiar y protector. Pero este niño que va creciendo, que va aprendiendo y transformándose, adolece de una fatiga que trasciende lo físico; y hasta la Belleza, reconocida y espiada, se le aparece en la compañía de insanos pretendientes: “Qué descanso la muerte de la Belleza”, se lee en la Pág. 67. Ocurre que el ineludible trastrueque -todo cambia, nada permanece- vendrá en ocasiones ayudado por elementos que, aunque creamos inanes o inanimados, no lo son. Puede tratarse de la piel resbaladiza de una culebrilla descabezada en un ribazo, o, mejor, de esa piedra cubierta por la pelusa del verdín, caliente ella en los veranos, blanca en los inviernos, sobre cuya superficie unas hormigas andariegas repartían minuciosamente el desengaño del niño, su congoja, su pena. Piedra que se hace amiga y consejera de la carne, que se queda dentro y para siempre, acaso únicamente tolerada por una pureza -dañina en boca del autor- a la cual la inocencia de la infancia es capaz de brindar cobijo.Es notable constatar cómo a medida que el libro crece (porque los libros, como el mar, tienen sus mareas, sus lunaciones) la anécdota se va adelgazando, como si el propio autor quisiera atender a otras realidades, disolviéndose, perdiendo presencia física; unas realidades que la mayoría de las veces son rutinarias y cotidianas pero que, al ser tocadas por el dedo del escritor, adquieren una importancia substancial, tal un mundo paralelo que, también a intermitencias, incidiera en el otro, en éste que reconocemos y al que tan fuertemente echamos el corazón y los brazos. Es aquí, en estas páginas que forman algo menos de la mitad del libro, donde el poeta que es Irazoqui va destilando esas perlas de un trabajado, tenue e intuitivo irracionalismo; elaborado con tal maestría, que uno recuerda, por poner un ejemplo, los lienzos de los pintores de la escuela de Cuenca, donde las formas van desvaneciendo sus contornos sin perder un ápice de su poder de sugestión. El símbolo, la añoranza y, cómo no, el humor también trasminan las páginas de Irazoqui, alquitarándolas hasta formar una curiosa amalgama tan original como deleitosa.Irazoqui conoce tempranamente los vía crucis de los demás; así, el desarraigo del que viene de fuera hasta un país “donde lo rudo es obligatorio”. Y el niño va convirtiéndose en hombre rodeado ocasionalmente de seres que acarrean a hombros su propias vidas y que, en momentos puntuales, tropiezan con el rapaz y le dejan una medida de su afecto, de sus desapegos, de sus menguados júbilos. Puede ser un maestro, un emigrante, un guardia civil, un gigante bonachón y trotamundos o un disparatado frente de enemigos que, de manera insensata, defiende los mismos principios y hace tremolar las mismas banderas que sus antagonistas… Todas estas experiencias le conceden al autor certezas y estupores, y una devoción por las cosas que no están sujetas a pasiones perecederas: las letras, los libros, los sonidos amables, las gratas compañías. Pero hemos hablado de señales, de símbolos, y es en ese terreno donde el libro adquiere una nueva temperatura, una incomparable densidad, porque Irazoqui tiene el raro don, infuso o adquirido, de transformar lo inanimado o adivinado en algo que late con el mismo pulso de nuestra propia vida: sea aquello un reloj, un adverbio, una ciudad convertida en un cuerpo humano, unos pasos por el cielo raso de las tejas, un vuelo, unas migas de pan. Incluso la muerte, que no es persona ni cosa -una abstracción-, recibida en el hogar del poeta, comparte, convertida en dama hacendosa, las tareas del hogar hasta que huye de la casa pertrechada con unos “palos punzantes”, a la sombra de la luna nueva. Incidiendo en el símbolo, patente y casi clamoroso en el último tercio del libro, alabemos esa facultad que, muchas veces, es privilegio de los poetas y que mantiene al lector en una tensión que le hace trabajar y, al mismo tiempo, lo gratifica. Porque el símbolo bien administrado crea una atmósfera peculiar, ofrece caminos, disyuntivas, abre cauces, te aproxima la imagen hasta un límite insospechado, te sacude y remueve. Recuerdo a maestros como Dámaso, como Yannis Ritsos, como Dylan Thomas, como el lisboeta Helder, como Ashbery y los poetas norteamericanos del pasado sesenta, y también una buena parte de la poesía africana desde el inicio de su tradición. El símbolo está abrazado a la raíz de toda poesía, y poesía -no prosa poética, que es otra cosa bien distinta- es lo que impregna este libro de Irazoqui que, ya desde el título, nos hace una propuesta distinta, afilada y lúcida.Y me tienta, ahora leerles, “Visitas de la culpa”, una narración brevísima que creo se compadece bien con lo que antes, y con toda humildad, he expuesto ante ustedes. Dice:No es un ladrón ni el hielo que se agrieta, pero me desvelan sus ruidos en el tejado.Cuando anochece, una mujer camina sobre nuestros techos de cinc. Con pasos lentos, a veces acelerados por algún acceso de ira, recorre las cubiertas, y sus sonidos regulan mi vigilia. Para los habitantes de las casas contiguas, esos pasos tienen el ritmo sosegador del agua que choca contra un acantilado.De día permanece silenciosa en un escondite, Como a los pájaros, le subimos restos de comida, y yo le echo migas de insomnio. Al alejarnos, vemos su sombra proyectada sobre los adoquines.Desconocemos su rostro y su idioma, y los vecinos la llaman por el nombre de una amante perdida. Esperan su regreso nocturno con mayor esperanza que quienes ofrecen unas flores a los muertos más recordados.Jorge G. Aranguren.
  • QUÉ PEREZOSOS PÍES de Jorge G. ARANGUREN (POESIA) (Editorial TREA) : Paradoja del paseanteJorge G. Aranguren es uno de los últimos poetas de una generación que se ha ido lentamente, como se van las cosas que se saben pesadas y cargadas por años de experiencia, por versos más o menos aquilatados en un ejercicio poético serio, sin concesiones, o con pocas concesiones al gusto, a la moda, al vaivén actuales. Quiero decir que la obra de Aranguren es un ejercicio riguroso donde cada palabra ocupa el lugar preciso y donde cada imagen se desenvuelve en el espacio necesario, ni más, pero tampoco menos. Hubo un tiempo en que las palabras, engañosas y arteras, lo sedujeron y se dejo llevar por ellas al socaire de un verso o de un ritmo. Hoy es él quien ata corto a las mismas y las lleva de paseo, las justas, para que no alboroten.El título “Qué perezosos pies” está tomado de un verso de Quevedo, pero en la poética de Aranguren señala la dificultad que tiene el ser humano para el regreso: “pies perezoso que te acercaban al hogar”. Porque la vida está en otra parte, está fuera de nosotros, muchas veces, en las afueras de todo. Y los pies se vuelven perezosos y rebeldes cuando se trata de volver a la rutina diaria, a la realidad oscura y grasienta, sin que sepamos adaptarnos. “No saber regresar,/ no amar lo próximo, darle la vuelta al guante/ de cada día…”. Porque la mente es asimismo perezosa y, huyendo de sí, se refugia en lugares inaccesibles, bajo el cobijo de palabras que, generalmente, a ninguna parte llevan, porque de todos los lugares son.Existe en el libro la incapacidad de entender lo que nos rodea y, a veces, nos aprisiona, por su sola presencia. La repetición de actos y sucesos nos abruma o nos aburre. Si nos abruma es que existe una inocencia primitiva, una mirada de asombro ante todo, que cuesta rectificar. El mundo sigue siendo ajeno, pero el poeta intenta adecuarse al mismo, en la medida en que puede o le dejan sus perezosos pies, tan sabios como su mente. Andar, ya lo dijeron los griegos, es una manera de pensar. Pasear significa pensar. En el paseo y en el pensamiento el ser va a lugares a los que quizá nunca quiso ir, o de los que quizá no se quiere volver.La poesía no deja de ser un paseo, a través de la acera que han construido las palabras.Felipe Juaristi

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