No siempre aciertan los poetas a vivir; pero casi siempre saben cómo morir. Se les hace difícil e ímproba la vida; pero se acercan a la muerte con la candidez de un enamorado. Corren a su encuentro, como Alejandra Pizarnik; se abrazan a ella, como Alfonsina Storni; se demoran cargadas de piedras, como Virginia Woolf; saltan en su busca, como Paul Celan, desde el puente de Mirabeau.
"Pasan los días, pasan por decenas. Ni el tiempo pasado, ni los viejos amores regresan. Bajo el puente Mirabeau fluye el Sena", escribió Apollinaire, y nosotros escuchamos en la voz líquida de Serge Reggiani. El poeta Li Bai (o Li Po), una noche que se encontraba paseando en barca, ebrio como otras veces, vio la luna reflejada en las aguas del lago, se inclinó para saludarla y abrazarla, cayó, como era lógico en su estado, y se ahogó. Sus poemas se han convertido en clásicos, no sólo en la China, sino en una gran parte del mundo occidental y civilizado. Sus palabras se extienden sobre el territorio físico y, también, sobre el otro, el que está situado más allá de cualquier corporeidad: sin límites ni fin. Leo un poema: "
La brisa otoñal refresca. La luna brilla. Las hojas caídas, amontonadas, se mueven. El cuervo, ya recogido, sale asustado de su nido. ¿Dónde estarás, mi amor? ¿Cuándo volveré a verte? ¡Ay! Esta noche me duele el corazón". El poema atrae a la mente aquel texto de Jacques Prevert, titulado
"Les feuilles mortes" que cantó, entre otros, Ives Montand, que tocó, entre otros, Miles Davis. Las aguas del lago se agitan, el viento arrastra las hojas secas, el corazón nunca está impasible. Para el melancólico, siempre es otoño, aun en verano. Para el melancólico la vida es un fulgor, un instante de lucidez, un intervalo de éxtasis que desborda el tiempo no vivido ni soñado, el tiempo huido o dejado de lado, abandonado y huérfano, el tiempo preso en manos ajenas.
Sería aventurado afirmar que
Cesare Pavese se preparó durante toda la vida para la muerte, pero también lo sería afirmar que la muerte vino y lo cogió de sorpresa. Él tenía una idea de la misma, había imaginado sus pasos, adivinado su mirada; había ensayado su postura, repasado sus ademanes, su compostura, para cuando viniese en su busca.
“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. La muerte siempre trae los ojos de quien la espera. A veces nos guiña un ojo; a veces, no, pero pocos veces sabemos extraer de dicho gesto la certeza. Dudamos y esperamos; esperamos mientras dudamos.
Sucedió en el hotel Roma, cerca de la estación de Turín, lugar ocasional para encuentro de amantes furtivos, donde se viaja por los raíles de la sangre e incluso por la vía incierta y desmesurada de la pasión. El comienzo de toda relación es alegre; significa un reencuentro con la vida, un amanecer, un renacimiento; se borran todas las experiencias anteriores, como si no hubiesen existido. “La única alegría en el mundo es comenzar. Es hermoso vivir porque vivir es comenzar, siempre, a cada instante. Cuando falta esta sensación –prisión, enfermedad, hábito, estupidez– uno quisiera morir”, escribió Pavese en su diario. Su única alegría en el mundo era comenzar a escribir. Vivir era escribir. Escribir era vivir, la palabra era signo de vida, cada problema lingüistico un problema vital de difícil resolución. El deseo de vivir es el deseo de escribir.
El deseo escribe sus designios en la carne blanca de los amantes, al compás de los latidos del corazón. Pero cuando ellos escuchen el sonido metálico de los trenes cercanos, el silbato avisando la partida de alguna locomotora, sabrán que, en su viaje, no han llegado demasiado lejos. Mirarán desde la pequeña ventana hacia afuera y verán la estación, y la gente que se va, y las palomas que vuelan como si fuesen figuras de humo. Sabrán que su viaje ha llegado a término, cuando no ha hecho más que iniciarse, sabrán que ya es hora de despedirse. Pavese, en el hotel cercano a la estación, vio que el mundo se iba hacia alguna parte y que él se quedaba, tan solo como había vivido siempre. Antes de su muerte envió una carta a una muchacha: “¿Puedo decirte, amor, que nunca me he despertado con una mujer a mi lado, que cuando amé nunca me tomaron en serio y que ignoro la mirada de reconocimiento que una mujer dirige a un hombre”. Dicen que hizo varias llamadas a varias mujeres, sin resultado.
Hay que reconocer que un acto semejante no se improvisa. Es un suicidio escrito de antemano, demasiado literario. El día 10 de abril de 1936 escribió en su diario: “Cuando un hombre se encuentra en mi estado, no le queda sino hacer examen de conciencia. No tengo motivos para desechar mi idea fija de que cuanto le sucede a un hombre está condicionado por todo lo pasado, en resumidas cuentas, de que se lo merece. Una prueba, ahora que he llegado a la abyección moral, ¿en qué pienso? Pienso en lo hermoso que sería que esta abyección fuese asimismo material, tuviese por ejemplo los zapatos rotos. Sólo así se explica mi vida actual de suicida. Y sé que estoy condenado para siempre al suicidio ante todo obstáculo y dolor. Es esto lo que me aterra. Mi principio es el suicidio nunca consumado, que no sumaré nunca, pero que me halaga la sensibilidad”.
Luego aparecerá el gesto, la acción de tomar las pastillas en la habitación del hotel, cerca de la estación; luego viene el quedarse y demorar, soñar un instante en que se es un animal dormido y que una mano femenina lo acaricia con suavidad, con ternura. Esperando a la esperanza.
“Oh querida esperanza,
también nosotros aquel día,
sabremos que eres la vida y la nada”.
Pero la vida de Pavese no se reduce a ese gesto. Su amigo Italo Calvino ha señalado lo siguiente: “Existe una historia de la felicidad de Pavese, de una difícil felicidad en el corazón de la tristeza, de una felicidad que nace con el mismo impulso de profundizarse en el dolor, hasta que la fisura es tan grande que el fatigoso equilibrio se despedaza". Pavese se asomó al abismo del dolor, y se vio reflejado en el fondo del mismo, entre una barahúnda de gritos, llantos y susurros. Se reconoció a sí mismo, e intentó llevar ese reconocimiento al mundo de las palabras, intentando de alguna manera explicar en qué se había convertido, en qué pecio del tiempo se había quedado como naúfrago. Se reconoció sin conocerse, porque el conocimiento de uno mismo está vedado; es lo prohibido. En sí mismo vio a otro. Creemos conocernos y, a veces, tan sólo vislumbramos un fantasma que ha usurpado y se ha adueñado de nuestro lugar, que duerme en nuestra cama con nuestra chica o chico, y bebe nuestras bebidas y escucha nuestra música. Puede ser insoportable. Quien más indaga sobre su propio ser, menos avanza en su conocimiento. Y cuanto menos se conoce, menos se actúa, sumido en la duda eterna. ¿Quién soy? No conviene extrañarse de no saber qué se es, sino extrañarse de que, a pesar de todo, riamos, amemos y seamos capaces de sentir algo parecido a la felicidad. Esa extrañeza recorre la obra de Pavese. Escribe un diario y se dirige a sí mismo como si fuese, no un extraño, sino otra persona. Le sucedió lo mismo que Rimbaud: “J´est un autre”,
En sus textos habitan instantes llenos de silencio. La escritura no puede sustituir totalmente a la vida, a la pasión por la vida, que queda casi siempre al margen, inaccesible a las palabras. Y si la escritura no puede sustituir a la vida, ¿para qué la escritura? Antes de su muerte anotó en su diario las siguientes palabras: “Todo esto da asco. No palabras. Un gesto. No escribiré más”. Pavese había llegado a ese momento crucial en el que pocas salidas quedan: el silencio eterno en la vida, o bien el silencio eterno en la muerte. Prefirió la segunda opción. “Lego la nada a nadie”. Así acaba el poema de Borges titulado “El suicida”. No sé por qué, pero cuando lo leo me acuerdo de Cesare Pavese. La escritura es esa nada que se lega a nadie, ese todo que se transmite por todas partes y cuyo destino es el hombre, mortal por necesidad.
Felipe Juaristi