Vimos la pasada noche, en un programa de esos del bajo vientre, a nuestra amiga Bárbara Rey. Bárbara, a sus cincuenta y pico, está estupenda y luce una estampa magnífica. Acosada por cuatro periodistas, entre los que se encontraba el omnipresente e incisivo Giménez-Arnau, nuestra Bárbara se defendió de insidias y rumores con un lenguaje preciso y sin ninguna adherencia espuria. Imperturbable, confesó que había tenido una vida y unos amores muy intensos (cosa que ya sabíamos) y que lo que más le fastidiaba es tener aún -desde el punto de vista cinematográfico- fama de frívola y pesetera, cuando a otras (citó a Ana Belén y a Rocío Durcal) las alababan y compadecían por representar papeles igual de atrevidos o, incluso en el caso de la niña progre de Embajadores, abiertamente pornográficos.
Me gustó Bárbara, que siempre me ha parecido fuerte y sincera, y poco dada a hipocresías. Incluso supo sacarle los colores a un director de revista rosa, indefenso el hombre ante la tigra.
¡Amos, niña, adelante!
¡Por Dios! ¿No hay nadie en televisión que, en aras del buen gusto y de la pública sanidad, suspenda para siempre esa aberración llamada Física y química?
Es que tal programa desinforma, da una imagen absurda y cutre de la Universidad y convierte a los estudiantes en obsesos sexuales, tontos del culo, cretinos o extraterrestres. Y me pregunto: ¿Habrán pasado los guionistas, alguna vez, por un Colegio Mayor? Y los padres que tienen niños de esa edad estudiando carreras, ¿no apagarán la caja boba?; ¿o se contagiarán con la misma caspa?
Me pasan una tarjeta con un dibujo primoroso del añorado pintor Rafael Ruiz-Balerdi. En ella aparece la imagen de nuestro viejo amigo Imanol: el bardo, el trovador, el cantante. Cierta gente le dedica un homenaje, cumplidos ya más de dos años de su tránsito, consistente en un recital y, posteriormente, en una comida. Lo notorio es -lo temíamos- que no haya, entre los invitados a leer textos en su memoria, ningún escritor en castellano; incluso el tarjetón está redactado en vascuence.
Imanol, a quien me une una vieja amistad de vinos, programas radiofónicos, encuentros y canciones, marchó del País Vasco con la amargura de saber que, estando injustamente acusado por parte de cierta ideología, sus amigos no supieron o no quisieron defenderlo. La cobardía es libre. Hoy, algunos de esos valientes que miraron hacia otra parte mientras nuestro hombre padecía un calvario, le dedican piropos. Y, naturalmente, huyen de los que hablamos y escribimos en castellano, cuando -lo que son las cosas- algunas de las más bellas canciones de Imanol (que lo digan Paco Ibáñez o Moustaki) las cantó él en la lengua de Blas de Otero.
(Amigo, si levantas la cabeza desde tu eternidad, no mires hacia aquí. La indignidad que propició tu marcha a tierras más benévolas -esa perdurable hipocresía que padecemos- se repite ahora. Tú que creíste, como Lope, que la palabra más triste de este mundo se llama ausencia, continúas ausente de tu País. )
El premio Euskadi de literatura, en castellano, de este año se lo ha llevado Manu Leguineche. Manu es un escritor brillante y experto, gran comunicador, viajero por los más remotos confines. Une la valentía a la honradez, cosa que, en los días que corren, no es muy habitual. Enhorabuena.
Dicho esto, habría que decir que estos premios, tal y como están estructurados, son un disparate. El jurado no podrá nunca discernir, sin dudas puntuales, sobre un conjunto de textos entre los que se hallan, sin distinción de género, poemarios, libros de relatos, ensayos y novelas; es una ceremonia de la confusión. Pero las bases permanecen ahí. Por eso, creemos que un nuevo sistema de elección resulta urgente, ya que se diría que este premio queda en manos de simples funcionarios y no entre las personas que amamos y respetamos la literatura. Sí, señor Lehendakari. Sí, señora Consejera de Cultura… Queda escrito. Que conste.
Al paredón. No vendría mal que los responsables de urbanismo de la ciudad de San Sebastián reparasen, junto al paredón de San Bartolomé, en lo que ha representado esta pequeña muralla en el transcurso de nuestra historia ciudadana. Fue un emblema, un rincón de fuerte personalidad amado por los donostiarras. Y son éstos los que tendrían que haber decidido, tras consulta pública, si procedía llevar a cabo un proyecto que ya no tiene marcha atrás. El dinero, señores (money, money!) no lo es todo.
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