La mitad del mundo critica a la otra mitad, aunque pueda suceder, echadas las cuentas, de que sea siempre la misma mitad, más o menos, la que se dedique al antiguo oficio, de mucho beneficio, de la censura dialéctica. Son gente que piensa, o cree, que no es lo mismo, que lo que no es blanco es necesariamente negro y, sobre todo, ajeno. Prefieren la apariencia de limpieza, aunque luego no sea oro todo lo que reluzca.
De lo que deducen que bueno, únicamente, es lo que ellos persiguen, y malo lo que los demás siguen, con bastante más bellaquería que bondad, por supuesto, porque las buenas intenciones, aunque permanezcan ocultas y apenas salgan a la luz, para no ajarlas, les pertenecen, y no a los otros, sospechosamente malignos y de peor voluntad. Lo ven todo desde la atalaya de sus prejuicios, bien protegidos, eso sí, detrás de gruesa cristalera de seguridad y con calefacción potente, para no resfriarse ni enfriarse los ánimos, que por débiles y menesterosos, se congestionan con facilidad y quedan enfermos y en necesario reposo.
Quien apueste todo o nada, perderá probablemente el todo, y más. Las opiniones sobre las cosas mundanas son, por supuesto, rebatibles, pero no absolutas. No hay nada que no tenga su grado de bondad, o de maldad repartida, ni defecto que no se convierta, según cambie el tiempo, en afecto.
El agrado y desagrado son muchas veces contingentes y coyunturales, siervos de la ocasión. Mejor sería, por tanto, que la mitad del mundo se criticara un poquito más; por variar, claro.
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