Propósito muy hispanófilo fue, pues, el que me animó cuando, en las juntas académicas a que concurrí, empecé proponiendo la admisión de una docena de vocablos de general uso en América.
Yo anhelaba que las fiestas del Centenario tuvieran significación práctica, revelando que España armonizaba tanto con nosotros que, si no admitía como suyos nuestros neologismos, por lo menos no los despreciaba como argentinismos, colombianismos, chilenismos, peruanismos etc., etc.
Cuando se crearon las Correspondientes en América, todos presumimos que la Academia madre se proponía asociarnos a su labor, para que contribuyéramos con el caudal de voces que, suficientemente estudiadas por nosotros, estimáramos de precisa o conveniente admisión. El desengaño ha sido tosco; y para no continuar siendo corporaciones de relumbrón, dos de las Academias americanas, sin ruido, cambio de notas, ni alharacas, se han declarado cesantes.
«Es empresa poco menos que imposible (dice el académico señor García Ayuso, en su discurso de incorporación) desterrar las voces que han recibido la sanción del pueblo soberano».
Y tan fundada es la afirmación del señor García Ayuso que aunque la Academia, en la última edición de su Diccionario, ha eliminado una de las acepciones de la palabra jesuita, no por eso ha conseguido, ni conseguirá, desterrarla del uso. La razón es que el pueblo soberano no hace política cuando habla, ni entiende de contemporizaciones partidaristas.
Y ya que he citado en apoyo de mis ideas la autoridad de un académico, no quiero concluir sin copiar palabras de otro ilustradísimo lingüista, también académico de la Española, don Eduardo Benot, que en su libro Acentuación castellana, escribe:
«La Academia tiene que obedecer a una autoridad inapelable, que es la del uso, supremo legislador en materia de lenguaje; y yo no creo que exista en la Academia autoridad bastante para dar o quitar la ciudadanía a las voces y a las locuciones».
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