Angosto y transparente, corría el arroyo, con su incesante cuchicheo, sobre su hermoso lecho de piedritas, en mil saltos alegres, entre sus riberas floridas.
Extendido en todo lo ancho de la llanura, reflejando las nubes espesas, mudo, dormía el cañadón perezoso, tapado en partes por su sábana de juncos y duraznillos.
El primero brindaba, con amable generosidad, a las haciendas sedientas el cristal de sus aguas.
-Pocas, pero buenas -les decía, sonriéndose, con su vocesita cantante-; tomen sin cuidado. Son limpias y sanas. No teman que se les acabe; vienen de a poco, pero para todo y para todos alcanzan. No se secan nunca: siempre corren renovadas.
-¿Qué diré yo, entonces -dijo el cañadón-, si este pobre tonto se alaba? Aunque corras y trabajes toda la vida, nunca pasarás de lo que sois, encerrado entre tus barrancas. Enriquecido yo, de todas las aguas que de ti y de tus semejantes puedo detener, no necesito moverme para vivir. ¿Ves estas nubes negras? algo destruirán, pero aumentarán mi caudal. También sé ser generoso a mis horas y no impido que las haciendas prueben mis aguas.
-Rico sois, es cierto, cañadón mío -le contestó el arroyo-, rico de lo que nos quitas, y tienes agua más bien por demás. También les das a los animales sedientos; pero les tapas el pasto bueno. Tus aguas barrosas, sucias y cálidas, no fecundan la tierra y sólo producen gérmenes de muerte para los que, apremiados por urgente necesidad, se atreven a probarlas.
No seas orgulloso por tu extensión; los sapos, los escuerzos y los mosquitos, son los únicos que cantan tu gloria; y si, cansado de tu insolencia, te llega a secar el sol, ¡qué olor, señor!
Mal puede alabar su generosidad el usurero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario