Desde que el mundo sea, o es, mundo, o como se llame a esta tierra, andan sabios y no tan sabios, fuertes y débiles, duros y blandos, individuos y grupos, inteligentes y estúpidos intentando saber qué clase de misterio es ese del ser humano y buscando un poco de luz en la más obscura tiniebla.
Hace poco, volví al lugar que había jurado jamás volver. No estaba, sin embargo, ni demasiado triste ni demasiado alegre, ni demasiado forzado a la estancia, ni demasiado ilusionado por la circunstancia, si todo hay que decirlo. Vínome a la mente la idea de que el azar o la suerte me llevaban cogidito de la mano, que a la postre yo no era más que una máquina que inmensas fuerzas, imposible discernir si eran cercanas o lejanas, me utilizaban a su gusto y placer, sin poder rebelarme siquiera. Sentí pánico, aquel pánico que siglos antes había experimentado Pascal: “Cuando considero la corta duración de mi vida, absorbida por la eternidad precedente y posterior (memoria hospitis unius diei preterentus), el pequeño espacio que ocupo, e incluso que veo, sumido en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro y que me ignoran, me espanto y me asombro de verme aquí en lugar de allí, pues no hay ninguna razón para un aquí en vez de un allí, ni para el presente en lugar de para un después. ¿Quién me ha puesto aquí? ¿Por orden y decisión de quién este lugar y este tiempo me han sido adjudicados?”
Yo también me preguntaba quién me había puesto allí, en aquel lugar de infausta memoria, y no en algún sitio más apacible; quién había ordenado que yo fuera arrojado en aquel tiempo, en aquella estancia. Es sabido que el siglo de Descartes fue el siglo del autómata, de la máquina de calculo, de la máquina que adivinaba el tiempo atmosférico, de la máquina que jugaba al ajedrez, de la máquina que hacía trampas, sin placer, claro, que en eso nos diferenciamos, creo, aún los humanos de ellos. “Supongo que el hombre no es otra cosa que una estatua o máquina de tierra a la que Dios da forma con el expreso propósito de que sea los más semejante a nosotros”, se lee en El Tratado del Hombre de René Descartes. Dicha opinión no tardó en abrirse camino, sin demasiada traba ni impedimento mayor. Se extendió, entre médicos y cirujanos sobre todo, la opinión de que el cuerpo humano era semejante y parejo al de un autómata. Los huesos eran armazón o carcasa, los músculos resortes y los tendones cables.
No cabe duda de que la de dicho cuerpo es pura descripción física. La robótica, al diseñar sus máquinas, ha tomado el cuerpo humano como modelo. Supongo que será cuestión de costumbre y tradición, al igual que el ser humano se tome su imagen, y no la de un perro por poner un ejemplo, como base para representar a Dios. Escribió Malebranche que el principio de la vida de un perro no era muy diferente del movimiento de un reloj. Seguro que pensó tal cosa viendo a un perro ladear su cabeza de izquierda a derecha. Seguro que más tarde le preguntó al perro la hora. No es tan seguro que se la diera. Pascal también pensaba en los animales: “La máquina aritmética produce efectos más próximos al pensamiento que todo lo que hacen los animales; pero no hace nada por lo que pueda decirse que tiene voluntad como ellos”.
Hoy en día, muchos científicos se han posicionado en contra de las ideas de Pascal, lo cual tampoco es de extrañar. John G. Kemeny ha afirmado que no existe evidencia concluyente que demuestre la existencia de una brecha esencial entre el hombre y la maquina. Kemeny fue un informático que dio los pasos necesarios para convertir este mundo, nuestro y de los demás, en un gran campo matrix. John von Neumann escribió que las computadoras y los seres humanos eran clases diferentes de autómatas. Von Neumann fue el impulsor de la celebre “teoría de los juegos” e inventor de la más efectiva teoría MAD (mutually assured destruction), o empate eterno. Hay una versión entretenida de la teoría en la película Juegos de Guerra; una computadora se vuelve loca, como suelen hacerlo los humanos y creyendo que la guerra es un juego inofensivo está a punto de desencadenarla. A fin de cuentas la computadora es una máquina pensante y el ser humano una máquina que piensa, no siempre, por supuesto, que en eso también hay grados y medidas. La comedia dará comienzo cuando la máquina se surta de sentimientos. Entonces será lo más parecido a un ser humanos que pueda haber sobre la faz de la tierra, y comenzará la larga y cruenta guerra entre el sentimiento y la razón y continuará la lucha de los sentimientos entre sí, por la supremacía total. El final es bien conocido; no merece la pena traerlo a colación.
No hay, sin embargo, tragedia que no adquiera, con el tiempo, características de una ridiculez espantosa. Casi todo lo que nos sucede, estar aquí en lugar de allí, carece de la más leve importancia. Siempre queda, mientras dure o nos haga durar la vida, la posibilidad de volver atrás y de subsanar los errores del pasado.
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