Cuéntase que a don Miguel de Unamuno, cierta vez, una dama distinguida se atrevió a preguntarle si él era feminista. Con una zumba más propia de un bilbaíno de la orilla izquierda que de un ilustre rector, el interpelado respondió: “Mire usted, señorita, lo que yo soy es “mujeriego”. Esta anécdota, que sin duda hará las delicias de quienes con tenacidad y acaso por escépticos, por aburridos o por ingenuos, nos consideramos tiernamente machistas, demuestra por un lado el peliagudo y un punto esperpéntico sentido del humor de don Miguel. Por otro extremo hace palpable la antigüedad y la prosapia de la lucha de las mujeres por sus derechos, combate este que no es cosa de ahora mismo como pudiera pensarse dada la virulencia con que el fenómeno se manifiesta y su inmediata huella en los medios de comunicación.
Saco esto a relucir a propósito de unas lecturas que el otro día me proporcionó un buen amigo. Se trataba de unas prosas de Quevedo que yo leí alguna vez y que, posiblemente, me pasaron inadvertidas. La otra mañana, leyéndolas al alimón con mi amigo, nos reíamos ambos y nos maravillábamos del talento del poeta madrileño, de la frescura, gracia y picardía que destilaban unas páginas imperecederas, inmarchitables. Bien es verdad que la madurez actúa sobre nuestro sentido del gusto como un filtro de tamiz cada vez más estrecho. Uno va dejando en la cuneta libros, autores, claves y páginas, y va quedándose, dentro de un proceso de síntesis que se acentúa con los años, con aquello que más profundamente conmovió nuestra entretela de lectores, de hombres aficionados a las Letras. Así, uno redescubre no ya autores y títulos de libros, sino un capítulo, un párrafo, una cita, un verso feliz. Y este nuevo encuentro nos llena de gozo y nos da, al mismo tiempo y con generosidad, la llave de la alegría de leer, de participar, fuera de la contingencia de un tiempo y de un espacio, en una fiesta comunal que alguien preparó con desvelo, con amor y delicadeza ejemplares para todos nosotros.
“Primeramente, la dama ha de ser alta, como no sea desvaída, porque si lo es, es lo mismo que echarse un hombre con un alabardero…” De esta guisa empieza don Francisco el trabajillo que él titula: “Pragmática que han de de guardar las hermanitas de pecar, hecha por el fiel de las putas”. Se trata de un opúsculo en que el autor propone la tasa de las mujeres según sus cualidades físicas o morales, siempre, claro está, teniendo por fiel no sólo el de las putas, sino también el de los hombres que gustaron de ellas.
“Mujer flaca vale catorce maravedíes; y si el que la goza tiene sarna, la debió dar cuatro cuartos más, por el aparejo que tiene en sus huesos para rascarse. Y a estas tales señalamos para la Cuaresma, por lo que tienen de cilicio; y mandamos que en ningún tiempo se puedan ensillar, si no es en silla de borrenes*, porque no hagan mataduras ni lastimen con los güesos y con lo mucho que se menean.”
Quevedo, que no fue guapo, que no debió de tener demasiado éxito con las mujeres a pesar de su enorme ingenio, de su donaire y de su hábitos y artificios cortesanos (“El talento es, para el amor, falsa moneda”, dijo una vez con una amargura que nos deja entrever sentimentales desencantos), y que miraría con subrepticia pizca de envidia los éxitos galantes del rastacueros de Lope, se venga aquí, con inimitable desparpajo, de todas aquellas amantes con las que no pudo o a las que no llegó. Pero ¡qué revancha!
“Mujer fea y discreta, de día no vale un cuarto; si es de noche, con la cara tapada o por detrás, vale dos reales, y si la toman como purga, cerrados los ojos, vale dos reales y catorce maravedíes; porque al cabo, gozar una fea por discreta y una hermosa por boba, es una misma cosa.”
* Borrenes: En las sillas de montar, unión de las sillas con las almohadillas.
Gringo Viejo (Q.P.)
1 comentario:
Ay, Gringo Viejo, cómo te conozco...
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