Un atento lector del blog, que se hace llamar Zipi y Zape, dice, a propósito de un comentario nuestro sobre mi amigo Jordi, el chavalín que nació con cinco meses y medio, que le parece ver entre letras una censura política.
Cuando iniciamos este blog -y lo hicimos tres escritores donostiarras-, renunciamos a entrar en cualquier cuestión que atañera al confuso mundo de la política y de los políticos. Eso está en nuestra declaración de principios. Seguimos creyendo, con Charles Olson, que “un político es un culo con el que se sienta una muchedumbre”. Con esta afirmación queda dicho todo. Ocurre, no obstante, que las consecuencias del actual panorama nacional están tan imbricadas en nuestras vidas, tan pegadas a nuestra piel, mueven tantísimo el continuo flujo de los días, del trabajo y de las haciendas, que tienen siempre, y los tendrán cada vez más, puntos de contacto con nuestra inevitable condición de simples ciudadanos. Pero, por mucho esfuerzo que despleguemos para ignorar la casta que se mantiene en el poder u opta a él, sus leyes, sus disposiciones y sus decretos nos alteran o nos confortan. Y hay que decirlo.
Y continuando con el espinoso tema del aborto, yo creo (Aranguren dixit) que es, en sí mismo, un percance. Considero que hoy, en nuestra sociedad europea y occidental tan informada, sólo la ignorancia o el descuido pueden hacer que una mujer se quede embarazada contra su voluntad. Ya no son los tiempos de mi juventud, cuando nuestras novias, a la primera falta, se bebían medio litro de leche hirviente con canela, o recurrían a hierbas mágicas, o montaban durante largo rato en burro. Se inventó el dispositivo intrauterino (Diu), eficaz; surgió poco más tarde la “píldora” salvadora, se crearon cremas espermicidas varias y, para remate, ahora tenemos la pastilla del día posterior, infalible. Eso, dejando a un lado el preservativo, ominosa gomilla que no se rompe ni a dentelladas.
Que en los países islámicos, en África, en Oriente (menos), las mujeres se queden embarazadas sin pretenderlo -muchas veces por imposiciones del varón-, se entiende. Es allí donde hay que hacer una campaña exhaustiva de información y de remedio.
Estando en esto, diré que yo no me opondré nunca a una ley de plazos razonable, como la que existe en varios países europeos, ni a un aborto terapéutico que prevé malformaciones y una vida desgraciada para la futura criatura; o al aborto por violación. Lo que me encorajina es que a una criatura de siete meses se la llame feto y pueda eliminarse del vientre de su madre; y si no ha cumplido los siete meses, forme parte, con las vendas, compresas, apósitos, dodotis y demás, de los simples “restos sanitarios”. Y esto no es ciencia ficción, esto ha ocurrido desgraciadamente en varias clínicas de nuestro país: hay datos fehacientes.
Así y todo, debo confesar que siempre me molestó ese eslogan de las feministas: “Nosotras parimos, nosotras decidimos”. Da la sensación de que el ser que se alimenta y crece en sus entrañas es de exclusiva propiedad o, peor aún, que lo consideran como un órgano más, un apéndice, un tumorcillo.
Pues no, señoras mías. Consideren que llevan en sus barriguitas un huésped, una persona que se está formando y que tiene unos derechos que ustedes, con todo el mérito que suponen los nueve meses de embarazo, no pueden abolir. El niño está ahí, sí, pero, por encima de esta circunstancia, tiene los derechos que cientos de años de civilización han concedido a las humanas criaturas. Ustedes, amigas mías -o ya enemigas- no pueden decidir cual si el nasciturus fuera una peca o un granito que puede extirparse sin la más mínima conciencia ética. Eso es indigno. Y si les molesta, piensen que, sin ninguna duda, hubiera sido mucho mejor no haberles dado a sus colaboradores tantas facilidades…
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