Prosper Mérimée
LA VENUS DE ILLE
(La Vénus d'Ille, 1837)
Que la estatua, decía, sea favorable
y benévola puesto que tanto se parece a un hombre.
Luciano, El hombre que ama las mentiras
BAJABA la última ladera del Canigó y, aunque el sol ya se hubiera puesto, distinguía en la llanura las casas de la pequeña ciudad de Ille, hacia la que me dirigía.
–Seguramente sabrá usted –dije al catalán que me servía de guía desde la víspera– dónde vive el señor de Peyrehorade.
–¡Que si lo sé! –exclamó–. Conozco su casa como la mía, y si no hubiera oscurecido se la mostraría. Es la más bonita de Ille. Tiene dinero el señor de Peyrehorade, ya lo creo, y casa a su hijo con alguien más rico todavía.
–¿Será pronto la boda? –le pregunté.
–Muy pronto. Es posible que ya estén encargados los violines para la ceremonia, quizá esta noche, o mañana, o pasado mañana, ¡qué se yo! Será en Puygarrig, pues la señorita de Puygarrig es con quien se casa su hijo. Estará muy bien, ¡ya lo creo!
Me había recomendado al señor de Peyrehorade mi amigo, el señor de P. Me dijo que era un arqueólogo muy entendido e increíblemente amable. No le importaría enseñarme todas las ruinas en diez leguas a la redonda. Así que contaba con él para visitar los alrededores de Ille, que sabía llenos de monumentos antiguos y de la Edad Media. Esta boda, de la que oía hablar ahora por primera vez, desorganizaba todos mis planes.
«Voy a ser un aguafiestas» me dije. Pero me estaban esperando; mi llegada había sido anunciada por el señor de P. y era preciso presentarse.
–Apostemos, señor –me dijo mi guía cuando estuvimos en la llanura–, apostemos un cigarro a que adivino lo que le ha traído a casa del señor de Peyrehorade.
–Pero –respondí ofreciéndole un cigarro–, no es difícil de adivinar que, a estas horas y cuando hemos andado seis leguas por el Canigó, lo más importante es cenar.
–Sí, pero ¿y mañana...? ¿Sabe?, apostaría a que ha venido a Ille para ver el ídolo. Lo adiviné al verle dibujar los santos de Serrabona.
–¿El ídolo?, ¿qué ídolo? –esta palabra había despertado mi curiosidad.
–¿Pero cómo? ¿Es que no le han contado en Perpiñán que el señor de Peyrehorade ha encontrado un ídolo enterrado?
–¿Quiere decir una estatua de terracota, de arcilla?
–No, de bronce, y como para sacar de ahí un montón de monedas. Pesa tanto como una campana de iglesia. Bien hundida estaba en la tierra, al pie de un olivo.
–¿Estaba usted, entonces, cuando la descubrieron?
–Sí, señor. El señor de Peyrehorade nos dijo a Jean Coll y a mí hace quince días que tiráramos un viejo olivo que se heló el año pasado, que fue muy mal año, como usted sabe. Y hete aquí que Jean Coll, que estaba poniendo toda su alma, da un golpe con su pico y oigo bimm..., como si hubiera golpeado una campana.«¿Qué es eso?» dijo. Seguimos cavando y aparece una mano negra que parecía una mano de muerto saliendo de la tierra. A mí me entró mucho miedo. Me voy al señor y le digo: «Muertos, hay muertos bajo el olivo, señor. Hay que llamar al cura» «¿Qué muertos?» me dice. Y viene y nada más ver la mano grita: «¡Una antigüedad, una antigüedad!» Como si hubiera encontrado un tesoro. Y allí le viera usted con el pico, con las manos, haciendo casi el mismo trabajo que nosotros dos juntos.
–Y por fin ¿qué encontraron?
–Una mujer grande, negra, medio desnuda, con perdón, señor, toda de bronce, y el señor de Peyrehorade nos dijo que era un ídolo de la época de los paganos ¡del tiempo de Carlomagno, vaya!
–Ya veo, una Virgen de bronce de algún convento destruido.
–Una Virgen, sí, sí, ya la hubiera reconocido yo, si hubiera sido una Virgen. Es un ídolo, le digo: se ve en su aspecto. Fija en uno sus grandes ojos blancos... Se diría que le observa a uno. Hay que bajar la vista cuando se la mira.
–¿Ojos blancos? Están sin duda incrustados en el bronce. Será entonces alguna estatua romana.
–¡Romana!, eso es. El señor de Peyrehorade dice que es una romana. ¡Ah!, ya veo que usted es un sabio, como él.
–¿Está entera, bien conservada?
–¡Ah, señor! No le falta nada. Es más bonita y está mejor acabada que el busto de yeso pintado de Luis Felipe que hay en el Ayuntamiento. Pero con todo, la cara de este ídolo sigue sin gustarme. Tiene un aire de maldad, y es malvada.
–¡Malvada! ¿Y qué maldad le ha hecho a usted?
–A mí precisamente ninguna, pero verá. Éramos cuatro para levantarla, además del señor de Peyrehorade, que también tiraba de la cuerda, aunque no tiene más fuerza que un pollo, el pobre hombre. Con bastante trabajo la ponemos en pie. Yo cojo unas tejas para cazarla cuando ¡cataplás! Va y se cae de espaldas con todo su peso. Digo: ¡cuidado ahí abajo! Pero demasiado tarde, y a Jean Coll no le da tiempo a quitar la pierna...
–¿Se hirió?
–Rota de un golpe, como una estaca, ¡su pobre pierna! ¡Pobrecillo!, yo al ver aquello, me puse furioso. Quería aplastar el ídolo a golpe de pala, pero el señor de Peyrehorade me detuvo. Le dio dinero a Jean Coll, que todavía guarda cama después de quince días, y el médico dice que ya no andará con esa pierna como con la otra. Es una pena, él que era el que mejor corría y después del hijo del señor, nuestro más hábil jugador de frontón. Por eso se disgustó mucho el señor Alphonse de Peyrehorade, pues era con Coll con quien echaba las partidas. Daba gusto ver cómo se devolvían las pelotas. ¡Paf!, ¡paf! Nunca tocaban el suelo.
Con esta charla llegamos a Ille, y pronto me encontré ante el señor de Peyrehorade. Era un vejete lozano y despierto empolvado, de nariz roja, de aspecto jovial y guasón. Antes de abrir la carta del señor de P. ya me había instalado ante una mesa bien servida y me había presentado a su mujer y a su hijo como un ilustre arqueólogo que iba a sacar al Rosellón del olvido en que se encontraba por culpa de la indiferencia de los sabios.
Mientras comía con buen apetito, pues no hay nada mejor para ello que el aire puro de las montañas, observaba a mis anifitriones. Sólo he dicho unas palabras sobre el señor de Peyrehorade; debo añadir que era la vivacidad misma. Hablaba, comía, se levantaba, corría a su biblioteca y me traía libros, me enseñaba las láminas y me servía vino: no estaba más de dos minutos quieto. Su mujer, un tanto demasiado gruesa, como la mayoría de las catalanas que han cumplido los cuarenta años, me parecío una provinciana ocupada únicamente en los cuidados de la casa. Aunque la cena era suficiente para más de seis personas, corrió a la cocina, hizo matar unos palomos, freír tortas de maíz y abrió no sé cuántos frascos de confitura. En un momento, la mesa estuvo colmada de platos y botellas y ciertamente hubiera muerto de indigestión sólo con probar de todo cuanto se me ofrecía. Sin embargo, a cada plato que rechazaba había que oír nuevas disculpas. Temían que me encontrase a disgusto en Ille. En provincias hay tan pocos recursos, ¡y los parisinos son tan difíciles de contentar!
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