Estos días se habla mucho de un varón entrado en años, aunque vivaracho él, presidente de una de esas Comunidades Autónomas que ahora trocean mi antigua España, y se habla porque confesó en público, entre gallardo y cínico, que él perdió su virginidad a los dieciocho años… y pagando.
Quien haya conocido las décadas cuarenta y cincuenta conoce de sobra la represión sexual que padecía el joven españolito. El Nacional-Catolicismo y nuestras familias, tan asustadizas y pacatas, lo hicieron posible. Perder el virgo antes de los veinte años no estaba nada mal… Pagar reduce el mérito o lo atenúa, pero, amigos míos, poca gente mojaba gratis en aquellos días de cristalina pureza.
Y lo que me fastidia es que se rasguen las vestiduras algunas gentes que, desde luego, no constituyen un ejemplo de ética ni en lo político ni en lo sentimental. En aquellas décadas penosas, iniciarse en el sexo con una meretriz, asistenta sexual o como queramos llamarla, era lo habitual. Aunque el general Franco, siempre celoso de nuestra castidad, mandó, por decreto y sobre los cincuenta, “cerrar las casas de lenocinio y solaz público”, el caso es que sobrevivieron, acaso porque para eso no hay enmienda o porque muchos clientes de aquellos tristes burdelitos era gente muy cercana al Régimen.
Se ha dicho que en Las Cortes bilbaínas, muchachos jóvenes de las dos orillas, obreros, señoritos y cuadrillas de falangistas hicieron allí sus primeras armas. Acudían, a veces, aleccionados por sus padres, que también eran clientes y deseaban cuanto antes para sus hijos una destreza erótica que no iban a aprender en ninguna otra esquina metropolitana; también se iba por propia decisión, porque, chicos, ¡manda carallo!
Servidor, que ha conocido no sólo aquellos tiempos sino aquellos lugares, recuerda la vieja e inmortal Palanca como una larga calle en declive, con bares de alterne y copas en las dos aceras paralelas. Por extraño designio, los establecimientos iban bajando de categoría a medida que la calle iba en descenso, con un nudo en la llamada -¡qué ironía!- Plaza de la Salud.
Y puestas las mientes en estas travesuras y evocaciones, rememoro un bar-cafetería que llevaba el sugestivo nombre de “El gato negro”. Lo mejor de aquel pub era, a no dudarlo, el friso que se levantaba sobre la barra y que representaba los tejados de París a contraluz de un cielo de atardecer dorado, malva, violeta. Sobre las tejas, recortados, un sinfín de mininos que resolvían allí sus problemas o velaban por sus intereses. Gatos negros. El pintor (no sé si la citada representación estaba pintada al fresco o al óleo) bien se hubiera merecido una medalla.
No sé decirles cuántos bares de este tipo explotaban sus negocios, en el Bocho, en aquellos 50 / 60 de nuestros pecados. Muchos. Y por un fenómeno poco explicable, el aspecto de las mancebas o pupilas, según he dicho, íbase deteriorando a medida que uno descendía por aquel paraje reservado para los júbilos de la carne. Obvio es decir que un número no menos numeroso de pequeñas pensiones, de albergues por un ratillo, abrían sus puertas con los servicios y ayudas pertinentes.
Más tarde, este lugar de pecadores (si es pecado disfrutar de las caricias ajenas) empezó a sufrir el acoso de macarras, chulos y macrós que intentaban medrar y aprovecharse a cuenta de las sufridas muchachas. Para mayor desolación, una ola de gitanería invadió el barrio, y, con ella, arribaron también los traficantes de la droga, incansables en sus ofertas de papelinas, hachís, maría, cocaína y porquerías similares. De lugar de esparcimiento, de paraíso de breves, efímeros y asequibles desenfrenos, pasó a ser un paraje sórdido y peligroso, con navajeros y descuideras pululando a carga cerrada, hasta el punto de que la policía nacional repetía sus rondas por allí con una frecuencia fuera de lo común.
Guardo un recuerdo tibio y lascivo de la Palanca, donde una chica me dejó, en una tediosa tarde de sirimiri, el argumento para un relato corto que más tarde fue premiado en un concurso literario -¡lo que son las cosas!-; y el tema tenía mucho que ver con aquellos asombrosos gatos.
A ese señor cántabro, yo le diría que haga oídos sordos a quienes con algo, o con mucho, de mentecatez e hipocresía censuran su aventurilla de hace muchos, muchos años. (Los ñoños suelen ser peligrosos.) Su pecado, Sr. R., es que se ha confesado dónde y con quien no debía. Si me lo hubiese contado a mí, me hubiera hecho cierta gracia por lo que tiene de humanidad y desenfado. Ahora, las feminorras (no las dignas feministas) cargarán contra su persona. Ni caso, camarada. ¡Hemos visto usted y yo tanta agua bajo los puentes…!
3 comentarios:
Qué gusro leerte,Jorge. No pierdes la elegancia, ni en los temas mas escabrosos.
Qué gusro leerte,Jorge. No pierdes la elegancia, ni en los temas mas escabrosos.
Al comentario repetido por accidente, le agrego un abrazo.
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