El restorán, que lucía en su fachada una madera verdinegra haciendo cuadradillos, recibía el sol al atardecer, un disco de humo rojo, mortecino, tambaleante sobre la ría. El sol, a su paso por las Siete Calles bilbaínas, por el tortuoso y cálido corazón del bocho, se obligaba a veces -no sabría decirles si entretenido o enojado- a usar de una rara discriminación. Había paredes, muros, portales, había manzanas de casas y hasta calles enteras que se engalanaban con el lacio oro celeste, con su lustrosa pasamanería, a una hora temprana y siempre singular. Un poco más allá, otros patios, balcones y tejados cercanos a la zona iluminada esperaban inútilmente el lengüetazo solar; éste llegaría mucho más tarde, ya las sombras en su declive, ternes y fuera de peligro las manchas de humedad: esa linfa abrazada al barrio. Tal jerigonza, semejante desajuste lumínico debíase al trazado laberíntico del casco viejo bilbaíno, a su configuración de dédalo inextricable. Cerca del restorán, pasando siempre como en la cita de Heráclito y vestido con buzo de proletario, el Nervión pensaba ya en su cita con la sal, soñaba con unas aguas que regenerasen, justo al borde del holocausto, su piel comida por el arrabio. Pasaba el río por el puente de San Antón, y a uno le daban ganas -como al viejo Dámaso; otra corriente luminosa y querida- de preguntarle por su nombre.
Una vez dentro del restorán, el cliente se veía asaltado por una rara amalgama de decrépito buen gusto y abigarrada modernidad. El alicatado de las paredes, con su azulejo verdoso, debió de oír charlas coloniales y aventuras ultramarinas en boca de bilbaínos vueltos de los desastres finiseculares: tan antiguo era. Sobre la azulejería, la sorpresa de unos apuntes de Oteiza; la sonrisa surreal y una punta mórbida de Eguillor (padre de un universo de abuelitas puntiagudas y niñas gordas, enanas, sonrosadas cual albaricoques, entre objetos que parecían prestos a volar al menor descuido); la rigidez crasa y extensible de los dibujos de Ruiz-Balerdi; alguna litografía de Chillida: mito perdurable que resultó, además, según las losonjeras lenguas deportivas, mejor portero que Arconada; y óleos de Ibarrola, tiznados con colores y pasta carcelarios. Por debajo de semejante imaginería, unas mesas cubiertas con mantel de hilo, sillas de respaldo erecto, flores débiles, alargando sus cabezuelas hacia la luz, visillos desmayados y una geometría que toleraba entrar directamente en la cocina sin tropezar con nadie.
El restorán lo regentaban tres hermanas. Las dos mayores parecían arrancadas de una lámina de Brueghel, de tan galanas y lucidas; la pequeña, espigadilla y diligente, poseía esa ingenuidad agresiva, esa ternura un poco hosca, combativa casi, de la mujer vasca de ahora mismo.
Yo recuerdo que no sabía comer en otro lugar de Bilbao; que nada más entrar allí me encaminaba a una cocina donde siempre me esperaba el abrazo sincero, el tirón de orejas, la broma para el querido y abominable donostiarra. Cuántos deliciosos almuerzos. “Oliver, amante, tenemos un cogote de merluza que ya, ya… ¡Y un pisto! Oye, mira, mira qué pisto…”. Cuántas discusiones intentando enderezar Euskadi (España les quedaba a ellas infinitamente lejos, irrecuperable); qué escaso número de horas para tanto cariño compartido.
Y me viene a la memoria aquel día en que, por mal humor o falta de delicadeza, tuve un comentario de dudoso gusto para Telesforo de Monzón: intocable en la galería afectiva de las tres mujeres… Yo había pedido sopa de pescado, y ésta me llegó rápidamente de la mano solícita de la más joven. Distraído, me llevé una quemazón respetable a la primera cucharada. Protesté. Una risa desde la cocina me hizo sospechar. La voz y las palabras subsiguientes me sacaron de dudas: “¿Caliente?... No sé, no sé, pero escucha: ¡con el dedo gordo bien adentro teníamos que habértela llevao…!
Oliverio Reynés (Q.P.)
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