El gordo le tendió los brazos y los dos se palmearon las espaldas y las cinturas y se frotaron las caderas y el gordo rió como siempre, desde dentro y hacia dentro e hizo con el dedo índice el gesto de disparar a la cabeza y volvió a reír sin voz, con la agitación silenciosa de la barriga y las mejillas oscuras. Se abotonó con dificultad el cuello del uniforme y le preguntó si había leído la prensa y él dijo que sí, que ya entendía el juego pero que todo eso no tenía importancia y que él sólo venía a reiterarle su adhesión al señor Presidente, su adhesión incondicional, y el gordo le preguntó si deseaba algo y él le habló de algunos terrenos baldíos en las afueras de la ciudad, que no valían gran cosa hoy pero que con el tiempo se podrían fraccionar y el otro prometió arreglar el asunto porque después de todo ya eran cuates, ya eran hermanos, y el señor diputado venía luchando, uuuuy, desde el año 13 y ya tenía derecho a vivir seguro y fuera de los vaivenes de la política: eso le dijo y le acarició el brazo y volvió a palmearle las espaldas y las caderas para sellar la amistad. Se abrió la puerta de manijas doradas y salieron del otro despacho el general Jiménez, el coronel Gavilán y otros amigos que anoche habían estado con la Saturno y pasaron sin verlo a él, con las cabezas inclinadas y el gordo volvió a reír y le dijo que muchos amigos suyos habían venido a ponerse a la disposición del señor Presidente en esta hora de unidad y extendió el brazo y le invitó a que pasara.
Al fondo del despacho, junto a una luz verdosa, vio esos ojos atornillados al fondo del cráneo, esos ojos de tigre en acecho y bajó la cabeza y dijo: -A sus órdenes, señor Presidente… Para servir a usted incondicionalmente, se lo aseguro, señor Presidente…
Carlos Fuentes (México, 1928): La muerte de Artemio Cruz.
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