-¡Bah! ¡Un carcelero!
-Que tiene un corazón de oro.
La irónica mirada que me dirigió Rafael picó vivamente mi amor propio.
-¿De modo -insistí- que niegas que don Serafín, por el puesto que desempeña, sea un hombre bueno, de sentimientos nobles y humanitarios? Pues yo te aseguro que es la persona más culta, agradable y afectuosa que he conocido.
La incredulidad y el escepticismo de mi interlocutor para apreciar las acciones de los demás me ponía nervioso, y generalmente nuestras polémicas sobre este tópico terminaban en disputa.
Esta vez la controversia me excitaba más que de costumbre, pues se trataba de una persona a quien yo conocía muy de cerca. Era mi vecino y nos unían relaciones estrechas y cordiales.
-Amable, sí, no lo niego. Demasiado amable y además tiene la mirada falsa.
Esto ya era demasiado y deteniéndome bruscamente sujeté por un brazo al doctor que caminaba silencioso a mi derecha y dije a Rafael, con el tono seguro y convencido del que se encuentra en terreno sólido.
-Esta vez, maldiciente incorregible, tendrás que confesar, mal que te pese, que te has equivocado.
Los tres nos hallábamos en ese instante a cien metros escasos de la entrada principal de la cárcel penitenciaria. La pesada y sombría fachada del edificio se destacaba entre los altos olmos de la avenida y bajo el cielo gris plomizo de aquella mañana de otoño, con tonos lúgubres que despertaban en el espíritu las ideas melancólicas q1ue evocan las tumbas y los cementerios.
Ahí, detrás de aquellos muros, reinaba también la muerte, pero una muerte más fría, más callada, más pavorosa que la pálida moradora del campo santo.
El doctor a quien habíamos encontrado en la calle y que nos había invitado a acompañarle en su visita matinal al presidio, parecía un tanto contrariado con la polémica que Rafael había provocado con su intransigencia habitual. No había despegado los labios y no daba muestras de interesarse poco ni mucho en tales asuntos.
Mientras ellos se acomodaban en uno de los bancos de la solitaria calle, yo permanecí de pie, y con la soltura del que cuenta lo que ha repetido muchas veces, empecé por centésima vez el relato del hecho con todos sus minuciosos detalles.
Era también aquella una mañana, pero luminosa, con un cielo de zafiro y una atmósfera cálida que hacía bullir con fuerza la sangre en las arterias de los jóvenes y devolvía el vigor y la energía a los viejos.
Don serafín, el vicedirector, hallábase en el primer patio haciendo su visita de inspección reglamentaria.
Con mirada afable y bondadosa que la severidad exigida por el puesto no había logrado atenuar, contemplaba la doble fila de detenidos cuando de pronto un preso, con ademán resuelto, adelantó algunos pasos hacia él.
Era un muchachón alto como un poste, musculoso como un atleta, fuerte y recio como un toro.
Con voz firme y áspera dijo:
-Yo tengo que hacer una reclamación.
El vicedirector con su más dulce sonrisa y su tono más melifluo preguntó:
-¿Qué es lo que hay, hijo?
-Señor, la comida que se nos da es asquerosa. Papas podridas y porotos viejos. Es una bazofia que no tragarían ni los perros.
-¿Je! ¡Je! ¡Je! Qué paladar tan delicado tienes, hombre. ¡Cómo se conoce que estás recién llegado! ¡Reclamar de la comida! ¡Vaya! ¿Te imaginas que aquí las perdices en escabeche y los pollos en salsa sólo aguardaban tu venia para colársete por el gaznate? ¡Vaya, vaya con el gastrónomo, con el golosillo éste!
Mientras hablaba dábase golpecitos en la barriga con los dijes de la cadena de su reloj y guiñaba los ojos maliciosamente.
Jovial y chancero, no dejaba escapar oportunidad de decir alguna agudeza y de burlarse graciosamente de los reclamos y exigencias de los presos. Pero, cosa rara, sus inocentes bromas producían un efecto extraño en los detenidos. Ni una sonrisa aparecía en sus labios contraídos ni disminuía un ápice la llama que iluminaba sus miradas rencorosas de criminales empedernidos. En cambio los guardianes reían a mandíbula batiente.
Don serafín, lisonjeado por las ruidosas muestras de aprobación de sus subalternos, soltó aún tres o cuatro inofensivas cuchufletas, cuando de pronto el preso que no había apartado un instante del rostro sonriente del vicedirector la mirada acerada y dura de sus grandes ojos azules, dio un salto de tigre hacia adelante, y de un vigoroso puñetazo asestado en la mitad del pecho envió la obesa personilla de don Serafín a cuatro pasos de distancia, donde tropezó y cayó de espaldas dentro de un pequeño estanque que había en el centro del patio.
Cuando los carceleros extrajeron a su jefe de la pila, chorreando de agua y enlodado de la cabeza a los pies, una carcajada homérica estalló entre los detenidos. Por fin el vicedirector veía desarrugarse el entrecejo de los presidiarios. El éxito de aquella vez había sido completo. Una risa loca sacudía a aquellos hombres poco ha taciturnos, silenciosos y sombríos.
Sólo el agresor, que después de una corta lucha había sido derribado en tierra y maniatado por los guardianes, conservaba su aspecto iracundo y bravío.
Don Serafín lo contempló un instante sin ira ni rencor y luego con voz un tanto alterada dijo con suavidad:
-Desátenlo, llévenlo al calabozo número 5.
Y volviendo la espalda se retiró.
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