Entre los hombres, unos tienen mucha tierra y gozan de la vida sin trabajar; otros no tienen ninguna y trabajan sin gozar; bien pocos son los que la tienen justito para gozar trabajando.
Si tuviera cada cual que arar la tierra que tiene, preferirían unos cuantos, sin duda, cederla a otros.
El tigre, al ver que algunos de sus súbditos voraceaban, mientras otros casi se morían de hambre, quiso obligarlos por un edicto a comerse cada cual todo lo que cazara.
El zorro se tuvo que comer enterita la gallina que había robado y quedó repleto; lo mismo el gato con una gran rata y dos lauchas, y así de otros, sufriendo no pocos regular indigestión.
Pero quedaron sin comer muchos perros cimarrones, hambrientos y flacos, que por esto mismo nada habían podido cazar. Y miraban éstos, envidiosos, al puma ocupado por orden superior en devorar las diez ovejas que en la noche había muerto.
Su envidia duró poco: después de la primera oveja, el puma no podía más; y al acabar la segunda, obligado por el decreto, reventó.
Los perros flacos eran tantos que pudieron, sin llenarse, comer las ovejas que quedaban y también el puma muerto.
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