En un momento quedamos alineados; nadie hablaba, pero sentíamos con precisión rara todos los movimientos de nuestros ejecutores. El sonido metálico y unísono de la preparación de los rifles nos causó un fuerte estremecimiento; pero no intentamos huir; todo sucedía muy deprisa; como en un delirio vimos que nos apuntaron los rifles; salió el fogonazo, y un violento golpe en el pecho nos derribó en tierra… Desde entonces ya no supe lo que fue de mis compañeros; recuerdo haber visto mi cuerpo destrozado y contrahecho por las contorsiones de los últimos instantes; pero me aparté de él sin amargura, contemplándolo casi con disgusto, igual, ni más ni menos, que cuando se desecha un traje usado. Entré en seguida en un período de somnolencia, durante el cual me di perfecta cuenta de que subsistía, aunque de una manera extraña, sin apoyo en ningún elemento. Poco tiempo después, recuerdo haber pasado, a la hora del crepúsculo, por una calle de la ciudad donde fui relativamente famoso, y esto lo digo sin vanidad, tan solo para explicar la conversación que escuché: “Pobre F -aquí mi nombre-, lo mataron; después de todo, no era malo, sino excesivamente díscolo. Por aquí viven sus hijos”. Ni siquiera me ocupé de ver quién era el que hablaba, ni qué más decía: ¡desde acá se ve tan efímera la vida del mundo, que nada de ella interesa! La mención de mis hijos me puso a pensar y advertí que no experimentaba aquella honda y casi dolorosa ternura que sólo los padres conocen; en seguida me lo expliqué: yo no tenía ya corazón, y el dolor depende de que aquél está mal hecho y se tuerce con la pena; en cambio, el espíritu puro, tan sólo conoce la alegría. Mas, en aquellos instantes, yo no estaba para problemas; me dedicaba por entero a adaptarme a mi nuevo estado; sin exageración, puedo calificarlos de delicioso; mis poderes materiales o, más bien dicho, locomotores, se habían centuplicado; en mí ya no regía la ley newtoniana de la pesantez; podía ir y venir a mi antojo, no sólo en el espacio, sino también en el tiempo; vagaba por los aires y los campos, no me interesaba el bullicio pequeño de las ciudades; me sentía hecho como de luz de halo; rozaba ligeramente con el aire al avanzar, y esto me producía un goce delicadísimo, semejante a la impresión de ver correr el agua, o la que produce la flecha que señala la trayectoria de una fuerza en los diseños de los libros de mecánica.; así entraba y penetraba en el mundo, sin perder mi unidad. Desde el principio sentí ganas de presentarme en la tierra para informar a los hombres de la beatitud que aquí alcanzan los blandos de corazón; porque pueden penetrar el universo, en tanto que las almas duras se desmoronan como lodo seco y podrido, se confunden con el humus terrestre y necesitan pasar a la fragua de los volcanes, a la prueba del fuego, para tornar a convertirse, primero en gas y después en aliento de vida. De aquí, justamente, procede el mito de los infiernos. En realidad, sucede que la conciencia perversa tarda millares de años para volver al estado humano, donde podrá una vez más intentar su liberación. En cambio, los buenos, como ya lo he dicho, se ligan con las fuerzas superiores e intervienen en la obra del universo. Pero mis revelaciones serán inútiles; la ley es que cada quien sea el autor de su propia salvación.
José Vasconcelos (1881-1959). (El mexicano
José Vasconcelos, nacido en Oaxaca, cultivó casi todos los géneros literarios. Fue político, filósofo, sociólogo y pedagogo. Entre sus novelas: Ulises criollo (1935), La Tormenta (1936), El Proconsulado (1939), El Desastre (1946). Debemos recordar su poemario: Himnos breves.)
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