Las fiestas del Centenario colombino han dado el tristísimo fruto de entibiar relaciones. Los americanos hicimos todo lo posible, en la esfera de la cordialidad, porque España, si no se unificaba con nosotros en lenguaje, por lo menos nos considerara como a los habitantes de Badajoz o de Teruel, cuyos neologismos hallaron cabida en el Léxico. Ya que otros vínculos no nos unen, robustezcamos los del lenguaje. A eso, y nada más aspirábamos los hispanófilos del nuevo mundo; pero el rechazo sistemático de las palabras que, doctos e indoctos, usamos en América, palabras que, en su mayor parte, se encuentran en nuestro cuerpo de leyes, implicaba desairoso reproche.
-¿No encuentran ustedes de correcta formación los verbos dictaminar y clausurar? -pregunté una noche.- Sí, me contestó un académico; pero esos verbos no los usamos, en España, los dieciocho millones de españoles que poblamos la península: no nos hacen falta.- Es decir que, para mi amigo el académico, más de cincuenta millones de americanos nada pesamos en la balanza del idioma. Bien pude contestarle con estas palabras de Zahonero, en el Congreso Literario:
«Parece que la lengua castellana, en doncellez, es una virgen cuya virtud estamos obligados todos a guardar; virtud fría, virtud que resulta por negación, virtud de solterona. No, mil veces no. Las lenguas no son vírgenes: son madres, y madres fecundas que siempre están dando del claustro materno del cerebro, por la abertura de los labios, nuevos hijos al mundo del amor y de las relaciones humanas».
El espíritu, el alma de los idiomas, está en su sintaxis más que en su vocabulario. Enriquézcase éste y acátese aquélla, tal es nuestra doctrina. Si el uso generalizado ha impuesto tal o cual verbo, tal o cual adjetivo, hay falta de sensatez o sobra de tiranía autoritaria en la Corporación que se encapricha en ir contra la corriente. Siempre fue la intransigencia semilla que produjo mala cosecha.
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