El 22 de este mismo mes de octubre, Jorge de Oteiza, uno de los hombres más determinantes de la cultura vasca, hubiera cumplido los cien años. Como mínimo homenaje, vamos a transcribir un texto -en este blog y sucesivos- que habla de su legado como poeta.
Inclinado y al lado de Dios (I)
Para cualquier persona no familiarizada, un texto de poesía puede parecer, a priori, problemático. Pienso que el discurso de Oteiza anula estos temores desde las primeras páginas; el contacto con el autor se produce de inmediato y sin violencia. Esto no significa que la asimilación de sus contenidos se produzca directamente. La naturaleza tumultuosa, múltiple y rica en derivaciones y digresiones, con ideas divergentes o yuxtapuestas, sobrepasa lo que normalmente llamamos escritura lineal. Pero no hay que asustarse; sus libros deben acogerse con cierta serenidad, en la disposición de espíritu que requiere un género de lectura distinta de aquella que se corresponde con nuestros cotidianos documentos, y dejarse llevar. Como se trata de un buen barco, embarcarse en esta escritura sobrepasa el simple placer intelectual. Los habituados a la poesía encontrarán, por otra parte, el deleite que produce una aventura estética de envergadura.
Oteiza, en el prólogo de Existe Dios al noroeste explica puntualmente o “justifica” (palabra que él emplea) la publicación de sus poemas. Es significativo que la necesidad de utilizar el poema como medio de expresión coincida con sus búsquedas escultóricas. Jorge dice que sus últimas piezas empezaron a surgir de las palabras; palabras que trascendían la dimensión puramente didáctica (no olvidemos Quousque tándem…!) para insertarse, de modo ineluctable, en esta construcción lingüística que posee su propio código y se llama poesía.
Es verdad que Oteiza no pareció dar, en principio, demasiada importancia a esta disciplina, acaso porque se hallaba prisionero de su reflexión de escultor y sumergido en proyectos literarios de otro orden. Cuando, en 1985, un amigo le llama para interesarse no por el escultor, sino por el poeta, Jorge se sorprende. Hasta ese día, sólo otro escultor, Labordeta (que evolucionaba paralelamente a los postsurrealistas), se había interesado por algunos poemas de Androcanto, obra que le había llegado aislada. Así, Jorge se descubre poeta, en el sentido más restringido del término, al final de su trayectoria plástica, aunque a lo largo de su vida, la tentación de trabajar en este género le había acompañado. Y él mismo vuelve a sorprenderse al elegir finalmente el ejercicio regular de la poesía para manifestarse.
Jorge, por supuesto, es un hombre que no duda a la hora de ofrecernos algunas claves de su obra. Esto es digno de elogio en una época como la nuestra, en la que los creadores ocultan sus orígenes y no quieren reconocer la autoridad intelectual de sus contemporáneos. En el libro de Fullaondo (+): Oteiza y Chillida en la moderna historiografía del Arte, Jorge dice textualmente y con una gran dosis de sinceridad (él estaba entonces, me parece, algo afectado por una experiencia próxima y, sin embargo, bien distinta): “Basta ya de considerar al artista aisladamente, como genio espontáneo surgido de la nada, sin maestro, familia ni país”. Y en Androcanto dice de nuevo: “No existe el escultor, sólo existe la escultura”. Estas aseveraciones no reflejan humildad, ni inseguridad, sino la lucidez de quien las dice. Queda claro que el orgullo que se incrusta en el corazón de los creadores -fenómeno de orden romántico y, por lo tanto, coyuntural- no alcanza a Oteiza. El propio Gabriel Celaya dejó dicho: “No hay poetas; hay Poesía”.
Es, por ende, comprensible que Jorge Oteiza mencione a Maiakovski, Huidobro y Vallejo. Al margen de contagios literarios (siempre benéficos cuando se asimilan y reconocen), existió la amistad entre los tres poetas, cuya vida transcurre paralela a la de Jorge y cimienta una fraternidad que trasciende la lejanía, la ausencia o la muerte. Pensemos en Vallejo y en España, aparta de mí este cáliz, ya que el “gran cholo” fue, de los tres antes mencionados, quien tuvo mayor afinidad de espíritu –y quizás de técnica- con nuestro hombre de Orio. De cualquier manera, juzgo que tanto Huidobro como Vallejo aprobarían las palabras de Jorge, tan iluminadoras éstas, que no me atrevo a comentarlas: “Intentemos escribir, comprender, nombrar, alcanzar con la punta de los dedos lo que sospechamos que nos falta.
Es obligado, no obstante, precisar lo que separa la poesía de Oteiza de la de dichos poetas. Vallejo, cuya influencia posterior fue mundial y, posiblemente, más importante que la del propio Neruda, afronta un universo que le sobrepasa. Su esfuerzo por ordenar el mundo, para darle coherencia, es magnífico y patético. Al final, su útil singular, el lenguaje, se deshace, se escapa, deslízase entre sus dedos. La desintegración semántica y sintáctica de Vallejo corre parejas con su incapacidad de dar a lo que le rodea un poco de espesor o de rigidez. Recordemos cómo su tartamudeo, esa sintaxis balbuciente y fracturada, nos procura una emoción fuerte, nos llega hasta la médula. Mas este desarreglo, lejos de ser involuntario, es provocado: hallamos una carencia magistralmente aprovechada.
De Vallejo a Huidobro. En este caso, la articulación es diferente. El autor de Altazor -o Alto azor- somete la experiencia objetiva a la aventura estética que le otorga el lenguaje. Se hablará de polisemia, de ambigüedad, de ambivalencia, resaltando, incluso, la pura fonética. Esta renuncia, esta suerte de desmantelamiento (¿enriquecimiento?), no es fruto de la casualidad; bien al contrario, es algo buscado. El poeta chileno, especulativo y desdoblándose en un ser estrictamente literario, nos ha legado una obra impar, donde lo subjetivo y el culto a la palabra (un objeto que se privilegia) son el centro. Pero él lo paga perdiendo el mundo.
Les oigo a ustedes reprocharme: “¿Pero qué tiene que ver esto con Oteiza?”. Es una buena cuestión. Oteiza, con honestidad que le honra, nos confiesa sus preferencias literarias, sus lealtades y sus adhesiones. Debemos tener en cuenta el hecho de que Jorge tuvo la suerte de vivir, en sus años de madurez, los decenios decisivos para la historia de la poesía europea, con París como centro difusor y residiendo él en Latinoamérica. Los ecos del simbolismo no estaban extinguidos, ni el estrépito de los epígonos del modernismo, pero el fenómeno surrealista ya estaba ahí, al frente de las artes plásticas y de la literatura. Después vendría el creacionismo, cuyo padre es Huidobro (quien influirá en Gerardo Diego y en Larrea), y este modo de hacer coincidirá con su versión española: el ultraísmo (al que se adhiere tímidamente, para enseguida arrepentirse, Jorge Luis Borges). Al mismo tiempo, en Estados Unidos, el movimiento imaginista -acordémonos de Hulme, Pound o Elliot- participa también de este interés por las imágenes, la transparencia de las metáforas y la sorpresa. Oteiza encuentra a Huidobro en Chile, participa en círculos literarios y políticos, y, en el transcurso de una conferencia que él da en Lima, titulada: “Presencia y ausencia de César Vallejo”, conoce a la esposa de este último, la francesa Georgette, ya viuda, que le informará de las últimas voluntades del “gran cholo”.
Nuestro Oteiza vive años fulgentes, acaso los más fructíferos del siglo, lleno de generosidad y de esperanza. Jorge evocará siempre -con nostalgia mal disimulada- sus estadías en América del Sir; lamentará haber perdido (¿o se los perdió alguien?) documentos irremplazables. Hay en sus poemas referencias numerosas de estos años vividos tan intensamente.
A todo esto, Oteiza, dotado de un poder de asimilación capaz de sintetizar las estructuras más complejas o heterogéneas, elegirá para su poesía elementos quintaesenciados de las poéticas que pueden fortalecer su propia obra. De Vallejo, él tomará su admirable halo de ternura, de depurada emoción, así como el gusto por los objetos cotidianos, tratados de tal suerte, que se convierten en sujetos poéticos atados a un discurso sin verborrea ni retórica; es un agua limpia que corre intensa y serenamente. Esto lo asocia al relampagueo del creacionismo, a sus fuegos y agitaciones, a una típica cualidad de la poesía nerudiana (porque hace falta, absolutamente, hablar de Neruda), a la aptitud para tratar las cosas inanimadas y encenderlas como antorcha que puede alcanzar lo religioso, lo sagrado. (Se habló, y esto es importante, de las palabras telúricas de Neruda. Como el buen salvaje legendario que vive en los fondos del bosque -casi un demiurgo-, Pablo Neruda convierte en poesía todo lo que toca, grande o pequeño: una piedra, una isla, un animal o un hombre, un fenómeno atmosférico o un simple color. A su paso, los seres se alzan y comunican entre ellos. Descubrimos, con sorpresa, que los contrarios pueden unirse y participar de un lenguaje común.
Pues bien, la escritura oteiziana da una impresión similar o próxima a la de Neruda. Puede que estén unidos, en un común panteísmo, por el tamaño de su corazón o por la profundidad de sus miradas. Es el bagaje de los elegidos. Acordémonos de Whitman, Ritsos, Dylan Thomas o Pablo de Rocka. (Lourdes Iriondo, refiriéndose a Oteiza, escribió esto: “Cuando yo dibujo el perfil de una montaña, veo la montaña; Jorge ve el horizonte”.
He mencionado hace un momento a los autores que se han repartido con Oteiza, de manera más o menos cercana, una vida y una poética; me parece necesario mostrar ahora -pues lo confuso de mi exposición ha podido marginar ciertas cuestiones- las cualidades y elementos sobresalientes de esta obra oteiziana y aproximarla a la conciencia del lector. Como lector, quisiera señalar la sensación de libertad y de ejercicio soberano que nos ofrecen los textos. Una tal audacia en la licencia no está exenta de riesgos. En un poema de envergadura, pongo por caso, la construcción es fundamental. Las dificultades del poema aumentan a medida que crece éste sobre la página. No es cuestión de tamaño, pero tiene que ver con él y con la respiración física y síquica del poeta, asunto del que hablaba casi obsesivamente Charles Olson, teórico de la escuela Black Mountain. Es posible correr cincuenta metros sin respirar apenas, pero todo maratoniano sabe bien que el éxito de su esfuerzo depende del ritmo de su aliento. Algo así ocurre con la poesía. Además, en todo poema extenso, la atención del lector pasa por fases de flojedad: una especie de disnea, de sofoco de la atención. Si el poema evoca ideas concretas, puntuales, y se permite pocas fluctuaciones, si no tiene ataduras, salvaremos los muebles. Pero en casa de Oteiza, el poema ofrece, demasiado a menudo, diversos nódulos de atención; es polimorfo, centellea como en una cascada de fuegos de artificio, crece o se comprime de forma vertiginosa. Para nuestra suerte, esta propensión a lo pluriforme, a la ruptura de planos, a la inclusión de la anécdota, al vis a vis, permanece cuidadosamente tejida. Una lectura atenta nos descubre sus claves.
Para entrar un poco en los detalles, yo diría que Jorge Oteiza utiliza, de manera muy hábil, lo que los americanos -siempre amantes de la precisión- bautizaron como hilo mental o “corrient of conciusness”; pero esta corriente de conciencia queda controlada, no nos aturde, aunque nos exija una mayor atención. Este arquitecto de la palabra se permite frecuentemente licencias, las cuales, en otro autor, oscurecerían el poema sin reforzarlo. Jorge subvierte a veces el orden de su discurso, violenta la sintaxis, suprime enlaces gramaticales, utiliza los espacios en blanco para espigar las palabras.
Algunas veces, el error gramatical en sí mismo, deliberado, cobra más eficacia que la pura norma. El poema emblemático “Un edificio en la noche” termina con esta frase: “Soy el que duermo”. El paso de la tercera a la primera persona del indicativo no es más que un truco que permite presionar al lector. Hay otros ejemplos cuyo resultado nos sorprende. Este despliegue técnico obedece a una estricta vigilancia. No hay que ver en los poemas de Oteiza nada parecido a la escritura automática. Se trata de flujo mental, no de automatismo. La escritura automática puede convertirse en un ejercicio gratuito y siniestro. Aquí no sucede eso. Adivinamos, por el contrario, una conciencia que escapa al exterior -como en los paradigmas de Hegel- para retroceder rápidamente sobre ella misma. (He pensado que Jorge parece a veces girar alrededor de un cromlech, cambiando de lugar, mirando al cielo…) Creo que fue Anatole France quien aseguró que estamos todos en nuestra celda y que la mayor parte de los prisioneros, sin movernos, nos situamos en su centro; los que así procedan, nada aprenderán. El artista, contrariamente, cambia de lugar, palpa los muros y descubre una distinta perspectiva. Ésta ha cambiado en lo sustancial. Tal metáfora conviene a un Oteiza que, siendo niño, se agachaba dentro de un agujero protector en las dunas de la playa de Orio. “La poesía es un salir de la vida y encontrar otro sitio donde estar protegido”, dice. Y se encerraba en un pozo de arena que se supone circular. Por encima de él, el cielo cóncavo. Por eso escribe: “Busco una salida para salir de mí…”. Pero, para salir, ¿no hace falta romper el cromlech sagrado?
No hay duda de que la poesía de Jorge es expansiva, centrífuga. Ella se encontraría en los antípodas de su homónimo Guillén, que comprime sus poemas desnudándolos, secándolos. Según las leyes de la Física, un cuerpo condensado, comprimido, conserva todo su peso. Expandiéndose, la poesía del oriotarra ¿disminuye su presión? Para nuestra sorpresa, Oteiza hace en poesía lo contrario que en escultura. El despojamiento del arte minimalista, la especulación sobre la esfera, cubo y poliedros debieran corresponder a una obra poética exprimida hasta lo imposible. Pero sabemos que no es así; este riesgo ha sido milagrosamente conjurado. En los poemas de nuestro autor, incluso en aquellos que por extensión o desarrollo son más abiertos y vulnerables, no se detecta pérdida de vigor, de densidad. Nos emocionan infinitamente más que esas píldoras conceptuales y burguesas del otro Jorge, el de Valladolid. ¿Por qué los versos de Oteiza parecen sobrepasar las leyes de la Física? Ahí queda la cuestión. Quizá un lector avisado, más diestro o más sagaz, encontrará la llave algún día.
Hemos hablado antes de libertad y voy a permitirme una pequeña digresión en este punto. Hoy se lee una poesía en la cual los autores no pueden ser acusados de ignorancia o de insuficiente formación. Son numerosos, entre ellos, los profesores universitarios, los lectores de lengua española, los críticos de periódico, semanario o revista especializada. Tienen en común su bagaje literario, su buen gusto y, sobre todo, su miedo ante el poema. Está lejos la época de León Felipe, Celaya, Crémer, Salvat Papasseit o Juan Perucho. -sólo cito a los de mi más cercano entorno-, escritores, los cinco, harto valientes. Ahora, los nuevos poetas se encuentran tan lejos de su poema, que éste parece infundirles un secreto pánico. Construyen unos objetos muy bien fabricados, pequeñas cajas de música. Los miran como la gallina hace con su huevo. Descansan, fuman y piensan: “No está mal”. Se sienten legitimados. Existe, para todos ellos, una distancia entre el poema y su desencadenador: lo que lo hizo posible. Se desdoblan. Oteiza nunca da esa sensación. Está tan dentro de su poema, que no se le puede sacar de él ni con tenazas de herrero… El arquitecto Marcel Breuer le dijo un día: “Usted trabaja en el interior del lenguaje”. Es verdad. Y, lógicamente, él escribe también “desde” el interior del poema. Por eso se ha podido escribir que, en semejante poética, los ecos se vuelven tan importantes como las palabras.
Hace algunos años, en un congreso sobre poesía, en Cáceres, un crítico literario nos ponía en guardia sobre los peligros de la poesía narrativa. ¡Citaba a Pavese! Y yo recordé la recomendación de Gabriel Celaya, quien dejó dicho que todo cabe en el poema: la subjetividad, las visiones del exterior, las descripciones, lo revelado por la narración e incluso las mismas anécdotas. El problema, si problema hay, reside en el tratamiento que se dé a estos elementos.
Un crítico literario que siguió la obra de Oteiza, desde cerca, en los últimos quince años, me confesó que el mayor logro de la poesía contemporánea fue el haber dejado de ser una suma de suspiros para convertirse en una respiración. Este soplo, en Oteiza, es generoso y amplio. Otros poetas nos hacen entrever el mundo con ayuda de términos, imágenes y símbolos, pero en los libros de Jorge se tiene la sensación de que el mundo fluye directamente…
(seguiremos)
No hay comentarios:
Publicar un comentario