De manera inevitable, dulciardiente, me vienen, como al trasluz, las imágenes de otros agostos ya desvanecidos, en años que me vieron niño o mozo, y en una ciudad que también para mí ha tenido siempre, y tiene, un sabor a sal, a jarabe contra la tos, a aceite de hígado de bacalao. En realidad, esta urbe debiera olerme a salitre, a hortensias recalentadas, a los frutos de plata que da la mar. No ha sido así, y lo siento, si bien lo de sentir esto o aquello ya no tiene importancia. Agosto, en San Sebastián, era la Semana Grande; y la Semana Grande eran los toros, las carreras de caballos en el hipódromo de Lasarte, los fuegos artificiales, las bolas exquisitas y heladas con sabor a mantecado, a fresa o a limón. Recuerdo haber acompañado el coche de los toreros -un enorme y viejísimo Hispano Suiza rescatado del jurásico-, y las caras pálidas de los espadas, ya vestidos de tabaco y oro, de morao y oro, de azul Purísima y plata. Subíamos hacia el txofre por una cuesta muy pina y sin asfaltar, con escaleras -creo- laterales, acompañados por un gentío que llevaba a los matadores en olor de multitudes, les daba ánimos y les decía cosas chuscas o improcedentes. Asomaban ellos el rostro por la ventanilla y se les adivinaban las ojeras de la mala noche, las del miedo, las de “virgencita, virgencita, que me quede como estoy”. Al final, los chiquillos nos demorábamos junto al patio, observando a algún caballo de los que pintó Zuloaga, manchándonos de polvo los pantalones más bien cortitos, sudando por las axilas, excitados sin saber bien el porqué. En lo alto de la grada, una gran bandera roja y gualda, desteñida, floja y sin viento, contra un azul deslavazado: azul del norte, tímido. Y, al fondo, la mar. Y de la mar, sus efluvios, su resplandor, la dimensión casi infinita, su maridaje sempiterno con el horizonte.
En ocasiones, los chaveas nos acercábamos al hipódromo los domingos. A mí me gustaban mucho los caballos, el oficio de yoquey, y envidiaba a aquellos cuasienanos en lo alto de sus monturas, radiante la seda carmesí, azul, violeta, verde o rosa, a contraluz. Yo conocía casi todas las cuadras, sus colores: la yeguada Arnús, la Militar, la del conde de Villapadierna, del que se decía que era un mujeriego empedernido y, en verdad, solía vérsele con unas mujeres impresionantes, la Yeguada de San Jorge, que tuvo una yegua, Turandot II, que ganaba sus dos mil cuatrocientos en punta una y otra vez. Olía muy bien, a hierba recién cortada, a sudor equino, a estiércol, al leve perfume de las señoritas que taconeaban por el césped. Y me quedaba -pobre gusarapo- viendo el pesaje, admirado de los resoplidos de unas bestias hermosas y relucientes, de ojos desorbitados que parecían preguntar por mí. Se acababa la quinta carrera y, como de consuno, aparecía una luna sarrosa, amarilla, mágica y horadada, sobre los dientes de un serrijón que vigilaba desde sus alturas el caserío de Hernani. El cielo mudada del celeste al turquesa, del turquesa al índigo. Se oía algún cencerro. La gente hojeaba las papeletas de la gemela, la doble, el ganador o el colocado. Entonces, me ponía yo triste; e ignoraba la causa.
Por la noche, mucha pólvora, luces en el cielo y el chafarrinón de helado en la camisa de presumir. Luego, no más tarde de la medianoche, a casa, a la cama, a rezar mis oraciones, a soñar con Longchamp.
No eran gran cosa mis agostos. Habitualmente solía venir Franco, que desembarcaba del yate Azor o llegaba hasta Ayete por carretera. La llegada del Caudillo suponía el drenaje ocasional del Urumea o, en todo caso, la prohibición a la empresa Koipe de verter a la ría la basura que les sobraba, residuos de los cuales la aceitera se desprendía sin demasiados dengues ecológicos. A mí, lo que más me gustaba de Franco era su guardia de motoristas. Chaquetas de cuero crudo, correajes blancos, botas altas y un casco con una chapa dorada que, posiblemente, reproducía el águila de San Juan. Pero lo fascinante, sobre todo, eran aquellas Harley Davidson con arranque a patada y un petardeo que yo no hubiera cambiado entonces por el mejor heavy-metal...
Miro ahora hacia atrás y siento frío.
Jorge G. Aranguren
2 comentarios:
Debemos desprendernos de la melancolía, que aunque suave y a veces dulce, se nos enreda en los pies y no nos deja caminar.
Ningún tiempo pasado fué mejor, aunque necesitemos mucho tiempo para darnos cuenta.
Tiene razón Anónimo.
El presente puese ser también hermoso, si sabemos mirarlo con optimismo y con los ojos limpios.
Un abrazo.
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