- Serena Balsalobre, desde Alicante, nos dice:
A esa muchachita española que ha dado positivo, por EPO, en los Juegos de Pekín es probable que la crucifiquen. Con ser el hecho lamentable, hay que decir en su descargo que a los diecisiete años no se tienen todavía, y menos en estos tiempos, las ideas muy claras. Por otra punta, el ansia de competir, de señalarse, de obtener un gran resultado habrá podido con ella. Queda claro que los deportistas de elite están sometidos a una presión notable; se espera mucho de ellos, se les exige el éxito. Se me dirá que eso también ocurre en la vida diaria, en el mundo de la empresa, en aquellas actividades que seleccionan al bueno de entre los que no lo son tanto. Es verdad. Nuestra sociedad se ha vuelto cada vez más competitiva, más impiadosa.
Yo, como deportista y practicante del cicloturismo, me hago cargo del disgusto que se habrá llevado esta chica. Que le sirva de moraleja para cerciorarse de que en la vida no se deben hacer trampas; bastante trampa es ya la propia vida.
- Víctor Ladrón de Guevara, desde Campo de Criptana, escribe:
Estoy persuadido de que en Pekín vamos a hacer el ridi. Nuestros recientes éxitos en fútbol, en ciclismo y en tenis han desatado una euforia desproporcionada. Se hablaba de veinticinco medallas. Seamos más modestos. Y si las cosas no nos van a ir bien, no será una catástrofe. Los que mandan en el deporte seguirán mandando ¡y forrándose los bolsillos!; y encontrarán su disculpita, no lo duden.
- Cuca González, desde Santoña, nos dice:
¡Hola, chicos de Q.P.! Sois muy majetes, aunque el Aranguren (que debe de peinar canas) nos ha salido un poco cascarrabias. Me gustaría mandarle una foto mía, haciendo triple salto y enseñando el ombligo con mi dos piezas. Para que no exagere.
(Formi, Cuca. Esperamos esa foto tuya. La enseñaremos a los amigos para presumir de amigas jóvenes).
- “Una antitaurina”, desde Albacete:
De la fiesta de toros, me gusta el rito, la gallardía, esa atmósfera cruenta y mágica a la vez, su pasión. Dicho esto, debo añadir que sufro muchísimo con el padecimiento del toro, que -lo tengo en cuenta- posiblemente será menor que el de esos cerdos, esas vacas y esos corderos hacinados en los camiones, sedientos, inanes, aterrorizados. Pero no es del toro de lo que pretendo hablar, sino de un matador llamado José Tomás. A este espada, los medios de comunicación, en breve tiempo, lo han convertido en un ídolo a tal punto, que se pagan cifras fantásticas por verle torear. ¿Torear? Miren ustedes, igual que un funámbulo que se cae o un cocinero al que se le pasa la paella, un torero que sale a cogida por actuación no puede ser nunca un buen torero. Será un valentón, un suicida, un don Tancredo, pero no un matador de casta. Se nos ha dicho que el toro tiene su terreno, al igual que el torero el suyo. ¡Velay! Quien no respete esa norma sabe lo que le espera: ser empitonado una vez y otra.
Pero lo más triste, en mi opinión, es que “el pueblo” (cuántas fechorías se han hecho y harán en su propio nombre) va a las corridas de Tomás por el morbo de la cogida, por el estremecimiento que proporciona la tragedia. ¡Qué poco somos!
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