Dando la cara al golfo de Túnez, Cartago surgía de los siglos con ruinas ilustres y rachas de viento arracimadas alrededor de las columnas clásicas. La pertinaz destrucción fue primero romana, meticulosa en la voluntad de no dejar rastro ni recuerdo de los vencidos; más tarde, por ignorancia y locura de los vándalos de Genserico, fue pasada nuevamente bajo el rodillo de la violencia. Finalmente, Belisario, en época relativamente reciente, la había conquistado para los bizantinos, empeñados en reconstruir la gloria imposible del Imperio, a causa de la desvelada vigilia del “que no duerme”. Resurgían, aunque taciturnas y debilitadas, las sombras de los obstinados por las artes y por las letras humanas, también por la fe: Apuleyo, Arnobio, Tertuliano, san Cipriano. Finalmente, el gran doctor de la Iglesia, la luminaria de la devota cristiandad, san Agustín.
Posmas, Midas y Ugernum llegaron junto con Orgo a Cartago, procedentes de España, un día soleado y particularmente africano, es decir, amodorrado. El zumbido de los insectos permanecía absorto alrededor de los romeros, los tomillos y otras plantas propias del continente. Más allá, sólo existía el bochorno infinito del desierto, el vuelo concéntrico de las aves que buscan las pestilentes carroñas, el clavel o la rosa en fácil mutación hacia la pita o el esparto. Aquí estaba la ciudad, vago recuerdo del esplendor de antaño, moribunda en la memoria de la grandeza abolida.
Nuestro héroe preguntó por las trazas de un mercader que provenía de Hispalis o Sevilla, llamado Arnulfo, hombre siniestro y tartamudo. “Es posible”, le dijeron en las pescaderías del puerto, porque creían que un mercader de estas características había comprado unos sábalos (el pescado menos apreciado) y unos sardos de escama plateada, pero había desaparecido hacia el desierto, por los caminos espantosos que llevan a Alejandría. Ni una sola vez, constataba Kosmas con dolor, había salido en la conversación ni visto escrito en ningún lugar, ni mencionado siquiera, los nombres de Tagaste, Madaura o Hipona (inexistentes quizá bajo la destrucción), las ciudades que eran del santo de Las confesiones Recordaba intencionadamente (pero con dificultad) Hipona cuando, veinte años atrás, aprendía el oficio de la recaudación tributaria dentro del complicado sistema de las finanzas del Estado.
Uno de los pescateros le presentó, haciéndole un guiño, a Adeodato, un hombre joven al que pretendieron hacer pasar como descendiente del gran Agustín, en virtud de la simulación del nombre y de la estirpe, puesto que aquí, en Cartago, fue donde, según las leídas memorias y la opinión de los comentaristas, el amor fustigó su íntima manera de ser. Finalmente, amó y fue amado; se encadenó “en el lago del placer”. Se ató a una muchacha de modesta condición, una mujer del pueblo, con la que convivió durante doce años “como esposa legítima”. De esta unión nació un hijo, no deseado, pero amado, a quien pusieron el nombre augural de Adeodato y según el comentarista fue “educado con tanto cuidado como dictaba el tierno amor que por él sintió su padre y como requería su precoz y admirable inteligencia, porque a pesar de los teatros y de la concubina, Agustín trabajaba mucho en Cartago”.
Pero ¿quién fue la mujer unida a Agustín, la madre de Adeodato, la “concubina”, la que desapareció silenciosamente, después de doce años, ante la santidad de Agustín? Una vez muerto el hijo de ambos, Adeodato, la abuela santa Mónica guardó celosamente el misterio, abriendo, para siempre, la oscura escotilla por donde se penetra a los pasadizos del olvido. Así enmudeció la Historia.
Juan Perucho: Las aventuras del caballero Kosmas
La Tarde Ocre de Otoño
Hace 2 días
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