- La escritora y poeta asturiana Olvido García Valdés acaba de enviarnos un libro primoroso. Se trata de su poesía reunida desde 1982 a 2008, y se titula: Esa polilla que delante de mí revolotea. Olvido es licenciada en Filología Románica y en Filosofía. Ha traducido a Pier Paolo Pasolini y a las rusas Anna Ajmátova y Marina Tsvetáieva. Es codirectora de la revista Los Infolios (desde 1987) y perteneció al consejo editorial de El signo del gorrión (1992 – 2002). Recibió hace un año el Premio Nacional de Poesía. Fue, hasta hace poco, directora del Instituto Cervantes, en Toulouse.
De ella ha dicho Juan Antonio Masoliver: “Hay un camino místico: la dulzura, la levedad, la pureza, lo diminuto, el vacío de las formas. Pero está también el vértigo de lo irreal, la confusión, la desdicha, el miedo ancestral y el tiempo de la muerte. Poesía del cuerpo, del corazón y del alma, de la palabra conversacional y del desgarramiento dramático, de la invocación y el susurro”.
Una muestra:
- León de San Jerónimo, perro
de san Antonio, el animal
tiene expresión. Expresión de felino,
mi gato, reconcentrada, obtusa, casi
desesperada, pertinaz, sin ceder, sin dejar
de expresar su expresión. En el museo,
jóvenes visitantes, la cabeza pelada,
padre de tres hijos, del norte o este
de Europa. Paciente, atiende
la muchacha al bebé; el bebé
y la madre, espejo sin expresión. -
- A Mikel Laboa, la Diputación de Guipúzcoa acaba de concederle una medalla que parece ser el máximo reconocimiento posible en estos lares. Se habla del cantautor como de un “icono de la cultura vasca”. Eso sí: muy vasca.
Yo, la distinción de marras se la hubiera dado a Imanol Larzabal. Porque Imanol tuvo la voz más profunda y conmovedora de nuestro pequeño país, y sus temas fueron universales. Además, tenemos una deuda con él, una deuda que viene dada por la persecución de que fue objeto aquí mismo, en su tierra, por los intolerantes que esgrimieron su rencor, sus amenazas y también su poder. Nos hemos quedado, como dijo Yupanqui, con el dolor y con la pena.
- En el número 1099 del magazine El Semanal y en la sección de Firmas, el escritor Juan Manuel de Prada escribe un artículo que titula “Animales de compañía”. En dicho trabajo, Prada asegura que el animal, al no tener obligaciones, no puede tener derechos, y éstos sólo pueden ser consecuencia de un pacto entre hombres, dada su condición humana. El argumento jurídico es irreprochable, pero no acaba de convencernos moralmente. Los animales tienen las obligaciones que sus dueños los imponen. Un perro guardián, un San Bernardo o aquellos otros canes -como los que buscan vida bajo los escombros en las catástrofes o conducen a un ciego por las aceras- están sometidos a un trabajo impuesto por el hombre. Y es que partimos de la creencia (y eso ya está en el Antiguo Testamento) de que Dios ha creado a los animales para que ayuden, sostengan y alimenten al hombre, quien podrá usar de ellos a capricho. Este aserto es un invento más de la Teología, sofisma que, como suele ocurrir siempre con muchas de las afirmaciones imposibles de comprobar -y de nuestra factura-, favorece siempre al animal humano. Sabemos, por poner un ejemplo, que miles o acaso millones de caballos han sido descuartizados en unas guerras en las que el hombre, con toda su potencia de raciocinio, se ha capuzado. Sabemos de la tortura de la vivisección, o del calvario de las reses en su fúnebre camino al matadero. Pero tengamos en cuenta que estos seres han sido obligados a alimentarnos, a sostenernos sobre su grupa, a donar sus órganos en aras de hipotéticas investigaciones. ¿Se lo tomaron ellos de buen grado? No intentamos, como señala Prada en su último párrafo “endiosar a los animales”, sino garantizarles una vida digna que, en consecuencia, nos dignificará a nosotros igualmente. Prada, que es hábil polemista y excelente escritor, reconoce, y cito textualmente, que “al hombre le obliga un deber de respeto sobre esa naturaleza que domina, y cualquier intento de esquilmarla deberá considerarse un abuso”. De acuerdo, señor mío, pero no es lo mismo “esquilmar” un campo de lechugas que ahorcar a un galgo veterano, o sacar los ojos al canario para que así cante mejor, o introducir al cachorrillo en una freidora (créanme que ha sucedido) porque el energúmeno -muy humano y muy sujeto de derechos- no tenía forma más leve de darle muerte.
Créame, Sr. Prada, sistemas que protejan a los animales deben ir paralelos a nuestra indiscutida condición de hombres y, si me apura, de cristianos. Que la ley niega a nuestros compañeros de viaje -tengan éstos rabo, colmillos, aletas, alas o pezuñas- lo que los juristas entienden por derechos, es una arbitrariedad. Si utilizamos, ¡y de qué forma! a los animales, éstos deben tener el amparo de las leyes. Porque no se trata de endiosarlos ni de incorporarlos a nuestra humana -o inhumana- condición. Se trata de tener una conciencia sana, un sentido universal de nuestro destino compartido y, cosa deseable, esas gotitas de piedad que derrochó el de Asís.
Mire a los ojos a un humilde chucho, Sr. Prada, colega; tóquele el lomo con los dedos y luego escriba si esa criatura no es merecedora de alguna suerte de derechos, aunque este término no se ajuste al concepto admitido.
J.Aranguren (Blog)
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