Todas las cosas tienen su centro, donde el peso se aquilata y la gravedad se hace mayor. La tiene el corazón, una fuente coloreada que va arrojando latidos, bombeando sangre, dispersando semillas de vida de un lado hacia otro. La tiene la playa, en el lugar donde los niños se sientan a contemplar el espectáculo de las olas en movimiento, golpeando la arena, como si fuese un blando tambor.
La tiene el mar. Allá van a parar los náufragos y los suicidas que un mal día decidieron perderse en su líquida magnitud. Todos juntos bailan y bailan hasta el amanecer.
La tiene el tiempo, pero tan sólo es memoria que se vacía y se llena, como un agujero o un pozo. La tiene el viento. Allá va reuniendo amigos y hermanos, hojas secas que cayeron, ramas desgajadas de un árbol caído en desgracia, suspiros arrojados en un momento de pasión.
La tiene el fuego en un jardín ardiente e incandescente, donde se queman el sol, la luna y las estrellas, y los demás astros y planetas.
La tiene la tierra. Contra lo que se pueda pensar no hay que cavar hondo, sino deslizarse y dejarse llevar por la superficie, hasta el punto intermedio donde todo queda lejos, hasta lo íntimo.
La tiene la alegría y es una mirada cómplice, un gesto amigo, un regalo inesperado, un mensaje inequívoco de amor. La tiene la tristeza y es una gota de lluvia o de un elíxir dulzón que se aferra al cuerpo del olor, como ceniza rancia.
La tiene el dolor, y es un lugar oscuro, húmedo y cerrado. La tiene el hombre y la tiene la mujer, en sus manos o en sus alas está
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