sábado, 6 de diciembre de 2008

Gonzalo Ursúa : "Pongamos que hablo de la Real"

Pongamos que hablo de la Real

 

Echo la mirada atrás y procuro no sobresaltarme, pero era, creo, por los férreos cincuenta: años que no eran oscuros ni luminosos, sino de una grisalla especial, y que conservan un destello que me obliga a entrecerrar los ojos. Por entonces ya habíamos recibido a la Virgen de Fátima y liquidado el maquis postrero; algo, en España, paulatina y pesadamente, se estaba alzando y pugnaba por ponerse a vivir. Yo acudía al colegio de los Marianistas, en los altos de San Bartolomé, cerca de Ayete. Desde las aulas de griego se veía el mar como la nada de La historia interminable: un borrón ceniciento que escocía si se miraba con fijeza. En aquel tiempo me hice socio de la Real Sociedad (hace de esto tantos años, que recuerdo muy bien cómo todos los equipos cismontanos vestían con medias negras). A la Real le llamábamos “el ascensor”, y la verdad es que se ganaba este apelativo a pulso, subiendo a primera y bajando a segunda alternativamente, con la pasmosa regularidad de una maquinaria bien engrasada… Eran las tardes de Ontoria, de Bagur, de Igoa, y de Pérez, quien corría la banda con un pundonor de samurai, como si ser extremo derecho fuese la cosa más importante de este mundo. San Sebastián era entonces una ciudad de cien mil almas, celosa de su playa, de su monte Igueldo; gallina clueca para sus remeros, sus futbolistas, máter amábilis para sus futuros atletas -que éramos nosotros y que corríamos por la arena de La Concha con la lengua fuera.

Treinta años después, la Real renunció a ser “el ascensor”; la renta de sus campeonatos playeros y del Sanse comenzó a disfrutarse, y ya poco tenía que ver con aquella escuadra de sólo medio tiempo: un conjunto mediocre, ingenuo e impulsivo. Su público también evolucionó; fue cambiando como cambiaba el paisaje urbano, como mudaba el talante de la ciudad. Con los éxitos llegaron unos nuevos presupuestos, ideas modernas, visiones que sobrepasaban con creces el terreno estrictamente deportivo. Si el poder corrompe y los triunfos se nos suben a la cabeza, reconozcamos que la Real no quedó al margen de estos peligros. Por otro lado, los agoreros tenían razón y las viejas predicciones se cumplieron. Se dijo: “Con la democracia ganaremos”, y se ganaron dos campeonatos. Se aseguró: “Cuando los árbitros dejen de proteger a los clubes adinerados, seremos campeones”. Y lo fueron. Se vaticinó: “Algún día golearemos al Real Madrid”; y fue así. Pero con los triunfos y las apoteosis llegaron las tentaciones, y la primera surgió por la inevitable megalomanía de quien consigue subir al podio. Alguien había conjeturado que la Real Sociedad y su fenómeno deportivo y social rebasaban el área en que se venían desenvolviendo. (Acaso, la ciudad, la llueca de plumas esparcidas, sofocaba y empequeñecía a la familia blanquiazul.) Se pensó en someter al club a un reciclaje que comenzaría por su nombre. El término “Real” sonaba como a reaccionario, y lo de “Sociedad” no decía mucho. Se anunció un posible traslado al euskara o su sustitución por algo más preciso y más claro. Por entonces -todavía no estaban aprobadas las enseñas autonómicas- el equipo llegó a salir al campo con una gran ikurriña, llevada al alimón por Iríbar y Kortabarría. Se cantaba en vascuence y en esa misma lengua, con subsiguiente traducción al catalán, se saludaba al Barça (no recuerdo que ocurriera lo mismo con el Español) por aquello de los lazos de hermandad o por la fraternidad en la lucha común. En las gradas, las banderas albiazules dejaron su bien patente mayoría a las bicrucíferas. Sí, estaban a punto de cambiar muchas cosas. Quizás y por la dinánima sociopolítica-económica-sentimental-deportiva, mi vieja Real accedía a “ser más que un club”.

La Real Sociedad fue siempre el equipo de fútbol de una ciudad cosmopolita, afable, hospitalaria y librepensadora, una ciudad que nunca resultó pagada de sí misma y que siempre quiso transmitir, en saludable ósmosis, el buen gusto y el sentido de la medida a sus gentes y a las instituciones deportivas que empolla a su calor. La Real volvió a ser (al menos, hasta hoy) un club de fútbol sin aumentativos ni diminutivos, sin raras connotaciones; un equipo que desea mantener sus sempiternas virtudes: el pundonor, la modestia y el trabajo inteligente. Si, de nuevo, alguien quisiera hacer de ella algo más que un club, su desdén por el ridículo no se lo permitiría.

Que los dioses le conserven semejante lucidez.

 

                                                                                          Gonzalo Ursúa (Blog) 

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