Don Segundo Sombra
Empezó el torneo bárbaro. Como éramos muchos, hacíamos varias cosas a un tiempo. Para un lado, hacia el señuelo, se paleteaban las reses. Para otro se arriaban a cierta distancia, campo afuera, a fin de golpearlas a lazo y curar, descornar, capar o simplemente cuerearlas, después del obligado degüello, si estaban en estado de enfermedad incurable.
En yunta con el mocito rubio, compañero de recogida esa mañana, nos dedicamos al aparte. Las reses eran escasas, pues se elegían toros jóvenes que, después de ser largados en un potrero pastoso y capados, se invernarían. ¿Qué iba a salir de bueno, para el engorde, de esa extraña reunión de patas largas y lomos a lo boga? Él, en un gateadito liviano, yo en mi bayo, formábamos una pareja luciente y ligera. Afanados por demostrar las habilidades de nuestros pingos, sacábamos de golpe los animales apretados entre los dos. Era inútil que quisieran buscar el campo o sentarse; iban como dulce de alfajor entre sus tapas de masa y ni siquiera pensaban en zafarse. No nos habían ni averiguado el nombre, que ya estaban con el señuelo.
El rubio resultó medio travieso, de modo que tenía yo que andar alerta para que no me venciera de salida, echándome los animales encima. Pero el bayo, antes se quebraría los pinchitos empujando, que ceder en el envión. Volviendo del señuelo al tranquito, dejábamos resollar los caballos. De paso teníamos tiempo de ver el trabajo de los otros y gritarles algo, como ellos lo hacían con nosotros.
Cada cual se esforzaba por lucir su crédito, su conocimiento y su audacia, con ese silencio del gaucho, enemigo de ruidos y alardes inútiles. Mi padrino había hecho pareja con el viejito del petizo cebruno. Era de verse su baquía para colocarse y vencer al vacuno, imponiéndole la dirección debida, en un porrazo. Formaban con don Segundo y su alazán una yunta brava y ya los miraban, de frente o reojo, según carácter, como maestros en el floreo y la eficacia del trabajo.
No hay taba sin culo ni rodeo sin golpeados. Un paisano que me había llamado la atención por su fisonomía taimada, tomó una vaca al cruce y la raboneó. No tuvo tiempo de zafarse; su zaino patas blancas se pialó en los garrones de la vaca y cayó como planazo sobre el costillar izquierdo. Corrimos en su dirección. El paisano no se levantaba. Entre dos, tomándole de las piernas y los sobacos, lo sacaron a la orilla del rodeo y lo sentaron. El hombre respiraba bien y miraba a su alrededor.
-No es nada -dijo.
Le tanteamos el cuerpo, preguntándole si sentía algún dolor. Se tocó la pierna izquierda. Aceptó un frasco de caña que le alcanzaban y tomó un trago como para unos cuantos. Luego sacó la tabaquera y empezó a armar un cigarrillo. Nos volvimos al rodeo.
-¡La pucha! -dije al rubio-, ¡qué golpazo…!; si le ha apretao la pierna y lo ha hecho chicotear contra el suelo con todo el cuerpo.
-Yo no sé -comentó mi compañero-. Es como macho´e dos galopes. Cuando hay una trampa en que ensartarse, allá va él. Si algún día lo conchaban en un campo alambrao, se va a andar pelando la cabeza contra los postes.
Nos reímos.
Como si hubiera sentido la oportunidad que le brindaba nuestra distracción de un momento, el animalaje remolineó en un aumento de instinto chúcaro y formó punta por donde menos resistencia se le ofrecía. Primero se llevaron por delante, atravesándose en chorros dirigidos a distintas partes, pero, muy pronto de acuerdo, se empeñaron para un solo lado con una decisión y una ligereza incontenibles.
Fue un entrevero brutal. Los toros, enceguecidos, cargaban por derecho, a pura aspa. Los terneros gambeteaban con la cola alzada. Los demás, medio perdidos, arremetían a la buena de Dios. El paisanaje se desgañitaba gritando. Los ponchos se levantaban en lo alto, flameando. Sonaban los rebenques contra las coronas. Las atropelladas y los golpes llegaron a lo máximo. No faltó quien se hiciera rueda por el suelo, en una confusión de novillo, caballo y hombre.
Un toro borroso se empeñaba con más tesón que ninguno en porfiar por el lado de los médanos. Le asenté fuertes porrazos, pero no cedía. El bayo excitado hacía fuerza en la boca hasta cansarme los brazos. Lo largué por tercera vez contra el toro, que tomó demasiado adelante, pasando de largo. Haciendo peso para atrás con el cuerpo, para sujetarlo, no pude ver el peligro. Cuando volví la mirada, la cabeza aspuda estaba ya encima. Apreté las espuelas. Inútil. El caballo se me caía, golpeado de atrás, y lo di vuelta tan ligero como pude, para que el toro pasara olvidándonos. Así fue, pero Comadreja rengueaba. Lo aparté un trecho y me desmonté. El pobre animal tenía rajado el cuero del anca en un tajo como de dos cuartas. Revisando la herida vi que era honda. Estaba furioso de que ese bicho mañero me hubiera agarrado en un descuido. ¡Quedar de a pie cuando el alboroto y la diversión estaban en lo mejor!
Ya muy lejos, la montonera de hacienda iba alargándose y eran los gritos un eco reducido. Llevando de tiro al bayo, me fui para el lado de las tropillas, que miraban fijo, con todas las orejas apuntadas en dirección a las corridas. ¡Qué silencio! En un montón escaso, quedaba el señuelo con su principio de tropa y los tres hombres que los cuidaban. El rodeo estaba desierto. Sólo el paisano golpeado quedaba tal cual, fumando siempre, pues se le veía de vez en cuando escupir su nubecita de humo. Pensé que el vacaje, volviendo enfurecido, podía pisotearlo. Pero tenía hasta entonces tiempo suficiente para mudar caballo.
Ya en mi lobuno Orejuela, volví al rodeo, me largué al suelo cerca del lastimado y prendí un cigarrillo en las brasas del fogón agonizante.
-¿Cómo va ese cuerpo?
-Bien no más.
-¿Estará quebrao?
-No creo…; machucadito no más.
-¿No se puede enderezar?
-No, señor. No siento la pierna.
-Y… mejor no moverse.
-Pasensia, nos dejaremos estar no más.
Miré allí y colegí que los paisanos vencerían en la lucha con los animales. Ya los habían doblado por la punta y pronto correrían en nuestra dirección. Subí en el Orejuela y esperé.
Ricardo Güiraldes
(El argentino Ricardo Güiraldes (1886 – 1927) tuvo un éxito universal con su novela Don Segundo Sombra. Es ésta la novela del campo argentino, la epopeya del gaucho con sus animales y con sus duras tareas. Su estilo, preciso, sobrio y vigoroso se acomoda muy bien con lo narrado.
Publicó: El cencerro de cristal (poemas, 1915); Cuentos de vida y de sangre (1915); Raucho (1917); Rosaura (1917). Su obra capital fue Don Segundo Sombra (1922).
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