domingo, 10 de agosto de 2008

Visto, Oído, Leído

La posguerra ha dado, entre los vascos, novelistas de fuste. Cómo no recordar al vitoriano Aldecoa y sus cuentos, a los vizcaínos Zunzunegui o Castresana (El otro árbol de Guernica) y, en particular, a Ramiro Pinilla (desde Las ciegas hormigas, en el 61, hasta la trilogía Verdes valles, colinas rojas), con el añadido de que el escritor de Guecho es posiblemente el narrador más eficaz y poderoso que tenemos hoy entre nosotros: un novelista que ha venido padeciendo durante años -ahora lo ha remediado, en parte, Tusquets- de una injusta postergación. Del grupo donostiarra habría que mencionar a Mercedes Sáenz Alonso, José María Mendiola, Karmele San Martín, Santiago Aizarna, Rafael Castellano, Ramón Zulaica, Ángel García Ronda, Javier Aguirre Alcalde, Jorge G. Aranguren o Raúl Guerra Garrido -“Nadal” del 75-, a quienes podemos sumar, por sus contactos guipuzcoanos, al navarro Pablo Antoñana
. Renglón aparte merece la personalidad de Luis Martín-Santos… Sin género de dudas, Tiempo de silencio, junto con Pascual Duarte, El Jarama, Auto de fe, Los gozos y las sombras, Los hijos muertos y Verdes valles… constituyen lo más atractivo, acaso, de tres décadas de novela española.
La novela, como cualquier otro género literario, e incluso como la obra plástica, tiene como fin último conmovernos y, dentro de esa conmoción, hacernos reflexionar, mejorar nuestro conocimiento y comportamiento, ensancharnos el mundo, iluminar las zonas oscuras del propio “yo”, despertarlas a la conciencia, ayudarnos a vivir. Lo demás es juego o distracción. Lo demás es prescindible.

Entre los escritores españoles que publicaron en las espléndidas décadas del cincuenta y sesenta conviene recordar al mencionado Aldecoa, a Sánchez Ferlosio (Alfanhuí, 51, El Jarama, 56), novela, esta última, cumbre del realismo objetivo, a Carmen Martín Gaite, a los Goytisolo, a Ana María Matute (Pequeño teatro, 54), a Luis Romero (Esas sombras del trasmundo, 57), a García Hortelano (Nuevas amistades, 59). Todos ellos demuestran un nuevo conocimiento de la sociedad española.
Pero, con ser bastantes, aún quedan otros muchos que nos pueden resultar de gran interés. Así, Elena Quiroga (Tristura,50), José María Sánchez Silva (Marcelino pan y vino, 53), Tomás Salvador (Cabo de vara, 58), Lera (La boda, 59), José Luis Sanpedro, Alfonso Grosso (Guarnición de silla, 1970), Castillo Puche (Paralelo cuarenta, 63), Eulalia Galvarriato, Luisa Forellad (Siempre en capilla, 54), Rosa Chacel (La sinrazón, 60), José Vidal Cadellans (No era de los nuestros, Premio Nadal), G. Torrente Ballester, Jesús Fernández Santos (Cabeza rapada, 58), Carmen Kurz (El desconocido, 56), Elena Soriano (La playa de los locos, 55); y los cultivadores de la novela onírica: Cunqueiro (Crónicas del sochantre,60) y Juan Perucho (Galería de espejos sin fondo, 63).

Ha muerto uno de los grandes escritores rusos contemporáneos: Alexandr Solzhenitsin (Kislovodsk, 1918), autor de Un día en la vida de Iván Denisóvich, 1962, Pabellón del cáncer, 1968, Archipiélago Gulag, 1976. Expulsado de Rusia, regresó a su patria en 1994. Obtuvo el Premio Nobel de literatura en 1970. Fue excepcionalmente crítico con el estalinismo. Que Dios y la hermosa tierra de la Madre Rusia lo acojan en su seno.

También nos ha dejado recientemente nuestro amigo José María Ortiz Esteve. Fue un pintor de calidad, muy instruido en su disciplina, maestro de artistas jóvenes. Yo me lo encontraba, con alguna frecuencia, por las calles del barrio de Gros: San Francisco, Gran Vía, y tuvo siempre para mí el detalle de la sonrisa, del gesto amable y caballeroso. Nos queda su obra, sus trabajos, lo que equivale a decir que permanece con nosotros.

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