Si alguien pretendiera soñar con Auden, es fácil que se lo representara ataviado con chaleco, bombín, botines y paraguas, muy tieso y camino de su oficina en la populosa Birmingham. Este estereotipo ya se lo han adjudicado, y creo que el propio poeta, con su sentido de la ironía, no lo iba a rechazar. Porque nada más alejado de la imagen del poeta bohemio y desastrado que la de este buen vecino del condado de York, y, más tarde, ya del otro lado del profundo mar, de la mismísima Gran Manzana. Este aspecto elegante, que se compadece bien con su modo de hacer poesía, pudiera, de forma harto curiosa, parecerse al de Elliot, otro caballero de buen ver. Y, sin embargo dicen que, ya casi anciano, Auden tenía aspecto de leñador o destilador de güisqui barato. Vivir para ver…
Pero para nosotros y al hilo de lo sobredicho, hay puntos de contacto muy interesantes entre los dos poetas mencionados, más allá de su atavío. W.H. Auden nace en Gran Bretaña -lo hemos dicho, en York-, pero el destino o su voluntad lo llevarán a los Estados Unidos, donde indubitablemente conocerá la pujante, diversa e interesantísima poesía norteamericana posterior a Whitman y a Emily Dickinson, capitán y capitana de una disciplina que, ya a finales del diecinueve, deseaba renunciar a su carácter de remedo de la europea y reafirmar su identidad. Como resulta obvio, ambos poetas se conocían y se respetaban. Thomas S.Elliot, que dijo sin reparos: “¡Oh, Inglaterra, querida y vieja Inglaterra, eres la patria de la Poesía!”, tuvo puntual conocimiento del trabajo de Auden, a quien elogia aunque se reserve algunas puntualizaciones; por ejemplo, un cierto disgusto por la falta de profundización metafísica de aquél, que viene a ser como tacharlo elegantemente de superficial. No creo que sea éste un juicio demasiado certero, y lo digo con toda humildad, ni que el gusto de Auden por los juegos verbales (se ha señalado su empeño en las aliteraciones, las mayúsculas a deshora y los latinismos) pueda justificar lo que, también en un sentido poco positivo, dijo de él Edmund Wilson (lo señala oportunamente Benítez Reyes), o sea, que Auden, a pesar de su originalidad, “tuvo una mente de adolescente”. Porque es cierto que nuestro poeta es proclive a enredarse en el poema con disquisiciones esotéricas que encontrarían mejor acomodo en otra disciplina, y que el desorden, dentro del mismo poema, resta eficacia a éste. Lo que resulta palmario es la maestría técnica con que Auden aborda su poesía, enriqueciéndola con muchos elementos: visuales, verbales, conceptuales; argucias que a otros poetas menos dotados los llevarían al desastre. Hay un primer Auden, el que vive y escribe en Inglaterra, caracterizado por sus poemas breves y sólidos, dotados de una fortaleza y de un vigor poco comunes en la poesía inglesa de su tiempo. Dada tal circunstancia, no es de extrañar que se empezase a hablar del sucesor de Elliot o, yéndonos aún más lejos, de Yeats. Una segunda etapa, la norteamericana, reafirma su dominio formal. En su obra, lo religioso adquiere cierto relieve, y él se muestra francamente diestro en el manejo flexible de la ironía y el humor. Añadamos a esto una cualidad que no debemos nunca pasar por alto, y que sería la utilización de un lenguaje coloquial, como si el poema renunciase a alzar la voz salvo en contadas ocasiones y adoptase un tono fraterno, elegante y siempre lejos de lo declamatorio.
Por cierto, a finales de los ochenta y en una visita que doña Carme Riera nos hizo a los alumnos de Historia de la Universidad de Valldemossa, en Palma de Mallorca y entre almendros floridos, tuve el privilegio de poder hablar con la escritora barcelonesa, quien acababa de publicar un ensayo sobre determinados poetas catalanes de los postreros cincuenta; entre ellos, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma y Gabriel Ferrater, poetas que, además, fueron amigos suyos y compañeros de Carme en la dorada Barcelona de la época, y digo dorada porque todos ellos pertenecieron a la generación de “la pérgola y el tenis” (en palabras del propio Biedma).Quede claro que me refiero a la llamada gauche divine, así, en francés, integrada por intelectuales de buena posición y de elevada sensibilidad. Carme no escatimó elogios al hablarme de estos poetas -teniendo en cuenta que yo, como tantos, le habíamos mostrado nuestra devoción por ellos-, pero soltó un dardo que a mí, de manera particular, me resultó sorprendente e injusto. Carme dijo: “¡Qué pena que hayan estado todos tan influidos por Auden!”. No tuve ocasión de leer el libro de la bella Carme, pero desde entonces he tratado de buscar paralelismos entre los tres poetas mediterráneos y el inglés, sin que, por fortuna para mí, el rastro haya sido suficientemente profundo. Pues a pesar del lastre que supone la lectura traducida del idioma inglés a una lengua romance, yo no hallo en Auden, al margen del ya señalado tinte coloquial, la delicadeza, la doliente elegancia -casi suntuosa- y la astucia de buena ley que me proporcionaron los versos de Biedma o del malogrado Ferrater.
Se ha repetido con agudeza que Auden -y en esto también recuerda a Elliot- quiso tratar algunas de las cosas importantes de este mundo e introducirlas en sus poemas (esto me recuerda la porfía de San Agustín por meter el mar en el agujero de la playa). Y se señaló que Auden quiso ofrecernos una visión casi panorámica del mundo, o, en cualquier caso, pretendió que lo entendiéramos mejor a través de sus poemas, con el riesgo inherente de sembrar en ellos una palpable confusión o, cuando no acierta del todo, un desorden que a ratos nos produce inquietud. Creo recordar que Borges hablaba de la sensación de complejidad que le producía el mundo. Es posible que la sorpresa, fascinación o perplejidad que alcanzaron en su día al argentino también impactaran en el inglés, y que la manera de conjurar ese dominio de los irracional e inabarcable fuera justamente el desplegarlo, de manera ordenada y en forma de versos, ante nuestros ojos. Pero nada mejor para juzgar o, en este caso, saborear a un poeta que leer su obra. En su libro póstumo Thank you, fog, libro que se publicó en el 74, un año después de su óbito, se observa el ritmo sosegado, fluyente, el tono coloquial y también la referencia al paisaje urbano, algo, esto último, que no hemos dicho pero que resulta característico del poeta…. Leamos a Auden:
Cualquier libro barato te dará los detalles:
Cómo su Padre le azotaba, cómo escapó,
Cuáles fueron sus luchas juveniles, qué actos
Le llevaron a ser el hombre del momento:
Cómo cazó y pescó; pasó noches en vela
Y días escalando cumbres; bautizó un mar:
Ciertos cronistas dicen incluso que el amor
Le hizo llorar un rato, como a todos nosotros.
A pesar de sus logros, añaden con asombro
Que siguió suspirando por uno que jamás
Dejó el hogar; tan sólo hacía algún trabajo
Doméstico; silbaba; se quedaba sentado
O se perdía en el jardín; respondió algunas
De sus hermosas cartas mas no guardó ninguna.
Y ahora, toda vez que anteriormente hemos hablado de Gil de Biedma y de sus afinidades, expongo un fragmento de un poema de éste, extraído de su libro Compañeros de viaje (Barna., 1959):
Alguna vez recuerdo
ciertas noches de junio de aquel año,
casi borrosas, de mi adolescencia
(era en mil novecientos me parece
cuarenta y nueve)
porque en ese mes
sentía siempre una inquietud, una angustia pequeña l
o mismo que el calor que empezaba,
nada más
que la especial sonoridad del aire
y una disposición vagamente afectiva
Observarán ustedes, en primer lugar, cómo un hecho mínimo, la vigilia de un estudiante, puede conformar un poema casi perfecto. La sintaxis está aquí fraccionada, marcando un ritmo distendido, siempre cercano al pulso cerebral y físico del hablante. Sólo es un recurso técnico. Lo fundamental es ese tono vagaroso, algo distanciado del lector, astuto en su melancólica displicencia, o lo que el profesor Juan Ferraté, especializado en Lenguas Clásicas, apuntó a propósito del poema en su libro Dinámica de la Poesía (1968): “Su virtud conjunta reside en la duplicidad de tonos y la combinación deliberada de la evocación, la ironía y lo que puede frustrarnos”. Yo añadiría que el anhelo, la nostalgia y el ansia sentimental adolescente están admirablemente expresados en esa noche mágica donde entendemos que toda expectativa está fatalmente condenada al fracaso.
Y si antes me he referido a la poesía norteamericana -poesía que tuvo que leer Auden en su estancia en el Nuevo Mundo-, pienso que, para completar un poco este breve estudio, sería interesante hablar de manera breve de ella y sobre ella.
El escritor norteamericano, a comienzos de siglo, no encontraba raíces para su poesía que no fueran las foráneas. Por otro lado, los europeos, que consideraban a la nueva nación como una colonia intelectual, esperaban de ella el exotismo y la ingenuidad de los países bárbaros. Aún así, los críticos han fijado en 1912 el nacimiento de la poesía moderna norteamericana. Y esto coincide con la creación de la revista Poetry, que, empezando por Pound y Wallace Stevens, dará a conocer a quienes después se revelarán como grandes autores: Robert Frost, Edgar Lee Masters, Carl Sandburg o Vachel Lindsay. El movimiento “imaginista”, que fue realmente importante, será abrazado por Pound, Amy Lowell y muchos otros. Tras él vendrían el objetivismo, la poesía de guerra, la rebelión Beat, la poesía del noroeste -con Theodore Roethke a la cabeza-, Olson y su Black Mountain Review, la agitada poesía neoyorquina -que nos dio a John Ashbery- y ese nuevo subjetivismo de los años sesenta… Y, de añadidura, ha quedado patente y refrendado por los críticos que la poesía en Norteamérica va a deber mucho al poeta William Carlos Williams, quien, con excelente criterio, se puso a buscar la tradición norteamericana. Con razón y argumentos se asegura que aquellos que se quedaron con él, en Estados Unidos, tuvieron la razón contra Pound y Elliot, como Faulkner la tuvo contra Hemingway.
Dice Serge Faucherau, un francés especializado en la literatura moderna norteamericana, que W.C.Williams, Wallace Stevens y Cummings “hicieron salir del mar un continente”. Los americanos dejaron de ser epígonos y aprendices de los europeos.
No me resisto a transcribir dos poemas muy breves (uno, creo, ya publicado en este blog). El primero es de Robert Blay; y el segundo, de Edward Dorn. En ambos, si los comparamos con la poesía de Auden, hallaremos ese tono coloquial, ese ligero desplazamiento y la innegable capacidad de trascender los objetos con elementos mínimos y paradójicamente substanciales.
Dice Dorn:
Es una noche fría y nevada. La calle mayor está desierta. / Sólo se mueven los remolinos de nieve. / Cuando levanto la visera del buzón, noto su frío metal. / Hay una intimidad que adoro en esta noche nevada. / Daré una vuelta, perderé un poco más de tiempo.
Y Robert Blay:
Transportábamos muebles a Misoula. / Nos detuvimos por la áspera / atmósfera iluminada de estrellas, a menudo para / beber cerveza y estirar las piernas.
Creo que a Auden, e incluso a Biedma, les hubieran encantado ambos poemas.
Jorge Aranguren (Q. P.)
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