Es otoño. De los viejos soldados no quedan muchos. Yo soy el último de los siete salidos de nuestra clase.
Cada cual habla de armisticio y de paz. Todo el mundo espera. Si de nuevo es una desilusión, será la catástrofe. Las esperanzas son demasiado intensas; resulta imposible el apartarlas sin que ellas estallen. Si no es la paz, será le revolución.
Disfruto de quince días de reposo porque he tragado un poco de gas. Estoy todo el día al sol en un jardincillo. El armisticio llegará pronto; ahora, yo también lo creo. Entonces, volveremos a casa; en esto se detienen mis pensamientos. No pueden rebasar dicho punto. Lo que me atrae y me empuja son los sentimientos, es la sed de vivir, es la llamada del país natal, es la sangre, es la ebriedad de la salvación. Pero no son ésos los objetivos.
Si hubiéramos regresado a casa en mil novecientos dieciséis, por el dolor y la fuerza de lo que nos tocó vivir, habríamos desencadenado una tempestad. Si ahora regresamos a nuestros hogares, estaremos cansados, deprimidos, vacíos, sin raíz y sin esperanzas. No podremos recuperarnos.
No se nos comprenderá, porque delante de nosotros crece una generación que, en realidad, ha pasado estos años cerca de nosotros, pero que tenían un hogar y una profesión y que, ahora, volverá a sus antiguas posiciones, o bien olvidará la guerra; y detrás de nosotros crece una generación parecida a la que fuimos alguna vez, que nos juzgará extraños y nos apartará.
Somos inútiles para nosotros mismos. Creceremos; algunos se adaptarán; otros se resignarán y muchos quedarán absolutamente desamparados; pasarán los años y, finalmente, desapareceremos.
Pero quizás todo lo que estoy pensando no es más que melancolía y abatimiento., cosas que desaparecerán cuando yo esté de nuevo bajo los castaños escuchando el rumor de sus hojas.
Es imposible que esta dulzura que agita nuestra sangre, que la incertidumbre, la inquietud, la cercanía del porvenir y sus mil rostros, que la melodía de los sueños y de los libros, que la ebriedad y el presentimiento de las mujeres no existan más. No es posible que todo esto haya sido aniquilado bajo la violencia del bombardeo, en la desesperanza y en los burdeles militares.
Los árboles tienen aquí un brillo multicolor y dorado; las bayas de los serbales enrojecen entre el follaje. Caminos corren, blanquecinos, hacia el horizonte y las cantinas zumban con los rumores de paz, como colmenas.
Me levanto, estoy muy tranquilo. Los meses y los años pueden venir. Nada me robarán. No pueden quitarme nada. Estoy tan solo y tan ajeno a la esperanza que los puedo acoger sin miedo.
La vida que me ha llevado a través de estos años está presenta aún en mis manos y en mis ojos. ¿Soy su dueño? Lo ignoro. Pero mientras esté, buscará su camino, con o sin el consentimiento de esta fuerza que está conmigo y dice “yo”.
Cayó en octubre de mil novecientos dieciocho, en un día que fue tan tranquilo en todo el frente, que el comunicado se empeñó en señalar que al oeste no había nada nuevo.
Estaba echado con la cabeza hacia adelante, extendido sobre el suelo, como si durmiera. Cuando le dieron la vuelta, vieron que no debió de sufrir mucho tiempo. Su rostro estaba calmado y acaso experimentaba el contento de que todo aquello hubiera acabado así.
Cada cual habla de armisticio y de paz. Todo el mundo espera. Si de nuevo es una desilusión, será la catástrofe. Las esperanzas son demasiado intensas; resulta imposible el apartarlas sin que ellas estallen. Si no es la paz, será le revolución.
Disfruto de quince días de reposo porque he tragado un poco de gas. Estoy todo el día al sol en un jardincillo. El armisticio llegará pronto; ahora, yo también lo creo. Entonces, volveremos a casa; en esto se detienen mis pensamientos. No pueden rebasar dicho punto. Lo que me atrae y me empuja son los sentimientos, es la sed de vivir, es la llamada del país natal, es la sangre, es la ebriedad de la salvación. Pero no son ésos los objetivos.
Si hubiéramos regresado a casa en mil novecientos dieciséis, por el dolor y la fuerza de lo que nos tocó vivir, habríamos desencadenado una tempestad. Si ahora regresamos a nuestros hogares, estaremos cansados, deprimidos, vacíos, sin raíz y sin esperanzas. No podremos recuperarnos.
No se nos comprenderá, porque delante de nosotros crece una generación que, en realidad, ha pasado estos años cerca de nosotros, pero que tenían un hogar y una profesión y que, ahora, volverá a sus antiguas posiciones, o bien olvidará la guerra; y detrás de nosotros crece una generación parecida a la que fuimos alguna vez, que nos juzgará extraños y nos apartará.
Somos inútiles para nosotros mismos. Creceremos; algunos se adaptarán; otros se resignarán y muchos quedarán absolutamente desamparados; pasarán los años y, finalmente, desapareceremos.
Pero quizás todo lo que estoy pensando no es más que melancolía y abatimiento., cosas que desaparecerán cuando yo esté de nuevo bajo los castaños escuchando el rumor de sus hojas.
Es imposible que esta dulzura que agita nuestra sangre, que la incertidumbre, la inquietud, la cercanía del porvenir y sus mil rostros, que la melodía de los sueños y de los libros, que la ebriedad y el presentimiento de las mujeres no existan más. No es posible que todo esto haya sido aniquilado bajo la violencia del bombardeo, en la desesperanza y en los burdeles militares.
Los árboles tienen aquí un brillo multicolor y dorado; las bayas de los serbales enrojecen entre el follaje. Caminos corren, blanquecinos, hacia el horizonte y las cantinas zumban con los rumores de paz, como colmenas.
Me levanto, estoy muy tranquilo. Los meses y los años pueden venir. Nada me robarán. No pueden quitarme nada. Estoy tan solo y tan ajeno a la esperanza que los puedo acoger sin miedo.
La vida que me ha llevado a través de estos años está presenta aún en mis manos y en mis ojos. ¿Soy su dueño? Lo ignoro. Pero mientras esté, buscará su camino, con o sin el consentimiento de esta fuerza que está conmigo y dice “yo”.
Cayó en octubre de mil novecientos dieciocho, en un día que fue tan tranquilo en todo el frente, que el comunicado se empeñó en señalar que al oeste no había nada nuevo.
Estaba echado con la cabeza hacia adelante, extendido sobre el suelo, como si durmiera. Cuando le dieron la vuelta, vieron que no debió de sufrir mucho tiempo. Su rostro estaba calmado y acaso experimentaba el contento de que todo aquello hubiera acabado así.
Erich Maria Remarque: A l´Ouest rien de nouveau (Trad. del francés : Jorge G. Aranguren).
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