Eran poco más de trescientas cincuenta las palabras anotadas en mi cartera, las que intentaba ir, poco o poco, proponiendo para discusión. Esa relación se limitaba a apuntar las voces y definirlas muy a la ligera, advirtiendo que no consideraba voz alguna que no fuera de uso generalizado en tres repúblicas, por lo menos.
Hoy, al publicarla, he añadido rápidas apreciaciones, y aun más de cuarenta vocablos, teniendo a la vista el Diccionario de chilenismos de Zorobabel Rodríguez, el de peruanismos por Juan de Arona, el río-platense de Daniel Granada, y los trabajos lingüísticos de los Cuervo, Baralt, Irisarri, Seijas, Armas, Batres Jáuregui, Pablo Herrera, Pedro Fermín Cevallos, Amunátegui Reyes, Eduardo de la Barra, Tomás Guevara y otros muchos filólogos americanos.
¡Y qué razones, Dios de Israel! ¡las que oí alegar contra la admisión de algunas voces!
Las razones más culminantes eran -ese vocablo no hace falta o ese vocablo no lo usamos en España- como si porque en América no se han aclimatado el sustantivo ponencia ni el verbo empecer, palabras muy castizas y de las que gran derroche hicieron los oradores en los Congresos colombinos, debiéramos nosotros condenarlas.
Después del rechazo de una docena de voces por mí propuestas, me abstuve de continuar, convencido de que el rechazo era sistemático en la mayoría de la corporación, excepción hecha de Castelar, Campoamor, Cánovas, Valera, Castro Serrano, Balaguer, Fabié y Núñez de Arce, que fue el paladín que más ardorosamente defendió la casticidad del verbo dictaminar.
Así, por razón de capricho erigido en sistema o por espíritu anti-americano, he llegado a explicarme el porqué nunca la Academia tomara en seria consideración los diccionarios de Zorobabel Rodríguez, Juan de Arona y Daniel Granada.
Ese exclusivismo de la mayoría académica importa tanto como decirnos:
Señores americanos, el Diccionario no es para ustedes. El Diccionario es un cordón sanitario entre España y América. No queremos contagio americano. Y tiene razón la Real Academia.
Cada cual en su casa, y Dios con todos.
Lima.- Febrero de 1895.
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