domingo, 2 de noviembre de 2008

Colaboración : "Jorge Oteiza-100 años" (II) (J.G.Aranguren)



Inclinado y al lado de Dios (II)

 

   La relación de Oteiza con Dios (su Dios particular) merecería un capítulo aparte. El panteísmo de Oteiza hace palidecer. En éste, como en Unamuno (citado reiteradamente en las páginas del guipuzcoano), hay un deseo, siempre frustrado, de Dios. Jorge es un hombre religioso. Nos habla de teomaquias, de teosofías. Dios se sitúa en el centro de sus preocupaciones, bajo la serena, muda e inabarcable concavidad del cielo: la cavidad madre. Y Jorge reza:

                            

                              Ahora tengo que irme,

ni tengo angustia, ni quiero vivir eternamente.

No necesito más que esta figura intemporal y esta rama,

Señor, y esta gota de sangre en un dedo,

una gota de agua en la cara, para verte,

no consisto en otra cosa que llamarte.

Quererte desde la pobreza de mi luz individual,

y aun te pierdo en este breve sitio que dispongo,

sobre el abismo de esta piedra,

No sé amarte más…  

 

 Pero no siempre es una plegaria. A veces, un reproche:

  

   Dios no contesta,

en mi caracola marco el número,

no encuentro el prefijo en la lista de mis muertos.

 

   Igualmente, la ironía, el desencanto y como una rabia apenas disimulada:

 

   Oh, Dios blanco, todoblanco,

oh, Dios todo injusto, todoausente,

bueno todo, todo racional y sabio,

oh, Dios niño, o Diosdedo, dedos señalando el cielo.

 

   La figura del padre -rara en la urdimbre de sus textos- pudiera asimilarse a la idea de ese Dios lejano; pero la tierra es siempre protectora:

 

   Padre, no te vayas,

el muchacho sigue bajando por el monte

y no me oye.

Yo me tiro al suelo llorando,

agarrado a la tierra.

 

   Hay que descubrir a este ser “resplandeciente y descompuesto” (reparen en los adjetivos), o inventarlo. Oteiza nos dice: “Aunque no exista, hay que buscarlo”. Es evidente que Dios constituye una gran desilusión; es un tipo aburrido, desganado, que nos hace pensar a veces en un burócrata receloso. Véase un fragmento:

 

    Dios a la diestra, sentado en su taburete,

cansado, muy cansado  de sí mismo,

cansado, sin duda, bastante, también de mí,

de mi insistencia en verle.

 

Pero sucede que Oteiza, como buen panteísta, reconoce un rastro de divinidad en la cosa más ínfima. Levanta una piedra y contempla un gusano. Y este gusano es “testigo y parásito del amor de Dios”. 

 

  Hay un poema en el libro Existe Dios al Noroeste, en el cual el Dios creador es solamente una caricatura: ese maniquí o estafermo móvil que servía de blanco a los caballeros medievales y les asestaba un golpe cada vez que lo fallaban, alguien que lo acompaña en la vida, en la intemperie, decrepito y servil, con las manos en los bolsillos. Dice Jorge:

 

   Este que se nos acerca es Dios;

                        se sitúa a su lado Baroja, a la derecha.

Yo en el otro lado; con agradecimiento, el viejito nos mira.

Caminaba como nosotros, también bajo la lluvia, y solo.

Nos desplazamos los tres inclinados hacia la izquierda,

los dos amigos con Jesús, que volvía de la muerte.

 

   Es muy notable la ternura no disimulada, e incluso la compasión, hacia ese viejecito que, por primera vez, se coloca en el mismo plano que el poeta. Este Dios anciano se solidariza con los paseantes. Viene de la taberna de Emaús; quizá está tan triste como Baroja o como el mismo Oteiza. Llueve, y ellos inclinan la cabeza -como en el célebre poema de Salvador Espriu- para acercarse los unos a los otros.

 

   La confianza de Oteiza hacia su Dios es grande. Lo trata a veces como a un “casero” o a uno de esos pescadores que entran, al atardecer, en la rada de Orio. Cuando se enfada con Él, no teme confesarlo. En los versos que siguen, la eventual blasfemia se atenúa gracias a una metáfora casi pueril. ¡Pero qué bien le comprendemos! Dice:

 

   Ahora que no tengo fe y que fuera de Ti

no tengo nada más, ni quiero,

oh, Dios mío,

soy mil veces más fuerte,

lujoso y soberbio que el Titanic,

y sin Ti me hundiré lo mismo y más profundo.

 

   La nostalgia de Dios -su ausencia- corre paralela al deseo de trascender, de saberse conciencia vigilante más allá de la muerte. Recordemos el Réquiem:

 

   Con mis ojos abiertos y de piedra para siempre

moriré, y ahí sobre el tejado seguirá el búho,

si preguntáis por mí

yo os estaré esperando.

 

   En perpetua vigilia, acaso por la inquietud hacia ese Dios que lanza sobre la tierra los ángeles a puñados para luego abandonarlos, él anda por la casa, en la sobrenoche, y nos dice:

 

   Distingo al fondo una habitación

En la que comienza a amanecer.

 

   ¿En qué otro mundo se halla esta habitación?; ¿qué hay detrás del alba?

 

   Existe Dios al Noroeste acaba con una cita de Oriana Fallaci que remite a lo que acabo de decir: “El deseo imperioso del hombre de invocar a un Dios, sabiendo que éste es únicamente un sueño”. El propio Oteiza no dejará esta cuestión en la penumbra. En Teomaquias escribe: “En el principio debió de ser la soledad de Dios. No sería el amor sino la soledad de Dios la que generó la creación. Como explicación religiosa y teológica del mundo. El amor, para Él, es un descubrimiento del hombre, que sorprende a Dios. Es el Cristo, un hijo del hombre, quien atribuye a Dios el sentimiento de amor en el proceso, ya avanzado, de un mundo en descomposición, tardíamente. Una teología primera de la soledad y, por ende, a una teología del hombre y una antropología del amor”.

 

   Pienso que citar las numerosas referencias, en los poemas de Oteiza, al mundo del arte y a sus creadores nos llevaría demasiado tiempo. Son incesantes, apropiadas y hasta clarividentes; otras, curiosas. Cézanne, Juan Gris, Malévitch, Kandinski, Picasso, Gauguin, Van Gogh, Mondrian, Balenciaga y otros aparecen y se repiten en los poemas. Desarrollar un comentario esclarecedor constituiría todo un ensayo. Voy, al menos, a señalar la importancia que el escultor de Orio otorga a la poesía en su acepción más extensa, como póiesis (ella se manifiesta en toda su obra escultórica) o, en un sentido más restringido, como ejercicio literario.

 

   En el prólogo de Androcanto, Oteiza confiesa también: “Sólo el dolor y la soledad en este esfuerzo por alcanzar las cosas y entregarlas a los demás, dan fuerza y personalidad al hombre (al poeta). Yo no digo que el artista deba buscar (incluso de manera cristiana) el dolor y la soledad; intento decir que lo que concede verdadera grandeza a nuestra muerte es que origina lo que llamamos poesía”.

 

   Tristemente, nuestro poeta ha conocido una inmarcesible experiencia del dolor; ha sido duramente golpeado. La desaparición -el primer día de 1991- de Itziar, compañera amada y soporte sereno para Oteiza durante toda su vida, llevará al escritor de Orio a escribir un poemario que todavía nos emociona. Éste fue publicado por Ediciones Pamiela, de Pamplona, en agosto de 1992. Se titula: Itziar, Elegía. En la segunda parte de este libro están incluidos versos que, sin solución de continuidad, conforman un conjunto poético ligado voluntaria y sentimentalmente al primero. Porque el dolor puede convertirse en frases y en imágenes. Nos quedan algunas palabras. ¿Cómo sobreviviríamos sin ellas? El dolor puede convertirse en papel; podemos depositarlo en un cuaderno para que suba hasta nosotros y lo reconozcamos, y que él también nos reconozca. El dolor sobre una hoja, en el débil vuelo de la página, mientras desplazamos el lápiz o la pluma con los dedos y, antes, con el desarbolado corazón. El dolor es traducible, pese a él. En los libros no cambia de intensidad, queda adherido a las páginas y guarda la misma temperatura, el mismo gesto, el mismo poder de persuasión. Pero sólo tiene un dueño. Jorge habla de Itziar en poemas de carne y sangre. El aceite de la memoria los suaviza un punto. Esta luz del recuerdo, la candela utilizada en el viaje, lo ilumina un poco. Más todo queda aún demasiado cerca (sin duda, siempre será así) Itziar viaja en el poema junto a Jorge como a la espera de un sueño. Y lo vivido se alza, deja su rastro. Las sombras fueron cuerpos; ellas tuvieron sus voces y sus días, ellas nos acompañan durante un tiempo muy breve. El poeta pasa, a lo largo de la vida, con Itziar muy próxima, los dos en un mismo contraluz, sin olvidar los avatares que tuvieron sentido, que lo mantienen todavía, siempre con la figura de la mujer amada como referencia inmarchitable. Es la mujer amada -una presencia beatífica, apacible, frutal-, la que articula y clarifica sucesos que, sin ella, no conocerían esa tensión, esa armonía: lumbre necesaria para el peregrino. Y asistimos progresivamente al debilitamiento de ese resplandor; proceso de una disminución orgánica y, por lo tanto, coyuntural. El amor queda intacto, quema y abraza los troncos con más fuerza aun cuando el declive físico anuncia sus servidumbres, su parte más tenebrosa y vicaria, sus renuncias. No hay aquí desapego, sino un declinar que, sometiéndola, vuelve más diáfana la figura de la mujer que fue para el poeta su mejor y mayor compañía. Quedan cuestiones que apenas nos atrevemos a proponer: “…y tú no estás. ¿Qué voy a hacer?”; las preguntas, la soledad y esa triste mendiga que llega en mal momento y que llamamos ausencia. Pero la prosa seguirá rojeando, quemando dulcemente, fatalmente, a quienes a ella se entregaron. Porque existe un lugar para los conflictos del corazón, un pañuelo para las lágrimas, un espacio para el quebranto; y un paisaje íntimo, un horizonte para el reencuentro.

 

   Jorge Oteiza -al que han llamado Yor o Yur en una lengua más próxima- sabe, como lo supo don Francisco de Quevedo (otro hombre al margen de sus contemporáneos), cuál, entre las humanas facultades, es más poderosa que la muerte. Itziar se lo recordó: “Llenos de paz, nos abrazamos”. Llenos de amor, en el jardín de su casa.

 

   El poeta, en la segunda parte de este libro, nos ofrece un peregrinaje por el universo que le es fiel, la alta mar donde él echa sus redes para pescar durante días y noches. Los temas se encabalgan en un poema vertiginoso, que aturde; los peces brillan en nuestras manos, saltan, se desvanecen. Jorge respira bien desde su barca; ve las cosas hundidas, los seres profundos y milagrosos. De pie, en su banco, sueña que es un hombre que nada, que hiende el agua hasta una punta de la rosa. El agua, el aire. Mientras cruza esa mar, él sabe que pudo ser cazador, jardinero bajo el olor del cielo, lámpara vigilante; un niño escuchando el bosque, la madera, la electricidad… Dice Jorge:

 

   Pasan las horas tristes en silencio,

cayendo lentamente de la tarde.

 

   A lo largo del poema, el nadador aparece entre las referencias y los signos que casi siempre traducen la estructura fluida, caótica y, no obstante, coherente de su discurso. Nada sobra, a pesar de tan manifiesta heterogeneidad. Geografías, ciudades, animales, personas y objetos inanimados vibran en el poema, moviéndose en su partícula de tiempo, en su retícula. Porque hay un tiempo periférico, considerado como una ilusión o efecto de un espejo: sevicia o invento humano, y después, el tiempo del poema: permeable, flexible, de perfiles algo engañosos, regido por unas leyes que el poeta difícilmente puede eludir. Esta acumulación goza, por tanto, de una intensa diafanidad y se acomoda muy bien al dinamismo procurado por el flujo totalmente libre, mas siempre controlado, de lo que se hemos llamado hilo de conciencia. En el ensamblaje del poema, el juego de los espacios en blanco atrae la atención, así como la ausencia de puntuación y una sintaxis rota, quebrada, que elimina elementos de contacto: preposiciones y conjunciones. Este ejercicio requiere su destreza formal y un conocimiento sólido de los engranajes del idioma (solamente así puede el poeta arriesgarse a olvidarlos o a destruirlos). Oteiza lo sabe bien y se concede licencias de las que saca provecho. No debemos olvidar su gran cultura literaria, su familiaridad con las vanguardias más o menos declinantes: surrealismo, ultraísmo, imaginismo, creacionismo, postismo, espacialismo… (etiquetas útiles, incluso si resultan restrictivas). Jorge aprendió de cada una de ellas sin detenerse en ninguna -el talento requiere un ejercicio cabal de síntesis-, y de ahí nace la sensación, que nos invade, de estar frente a un objeto límpido y no usado. El panteísmo del poeta le concede oxígeno y la facultad de inspirar aire, de respirar sobre la tierra. Pocos lo han hecho. Whitman llegó, y Elliot, si bien de una manera más artificiosa e intelectual. Lo consiguieron Neruda y Dámaso, sin olvidar a Yannis Ritsos -otro consumado corredor de fondo-, y el Allen Ginsberg de los años cincuenta (con lloros de LSD y un yaz llamado frío).

 

   Esta poesía condensada, comprimida al máximo -si bien engaña su apariencia torrencial-, se afirma en el sustantivo como elemento que fortalece la gramática. El adjetivo es un adorno, una postura, un elemento que puede contener un germen ya cuajado. En el tropo o metáfora, Jorge nos demuestra su prudencia:

 

   Con la sombra atada a un poste,

el día da la vuelta.

 

   Es toda una oración la que sirve de tropo; el desplazamiento de realidades se hace en el conjunto de lo expresado. Cabe decir que, a pesar de su aspecto sustantivo, el escritor no desdeña los juegos de palabras o la invención de verbos novedosos. Se “enolan” (las olas), o “se bañean”, “se montean”.

 

   En este libro, diversas presencias emblemáticas cohabitan. Metrópolis o simples pueblos: Venecia, Roma, Lecaroz… Personajes paradigmáticos: Marta Graham, Barisnikov, Aresti, el Padre Dámaso, Puccini…, y una mosca, un ángel, una piedra célebre, un artista pomposo. La memoria vuelta como un calcetín, vaciada cual muñequita rusa, como un guijarro emocionante. Y, por encima de todo, el hombre, con su grandeza e infortunio, buscando a Dios en un paisaje que parece no pertenecerle. O como Pompeyo Justiniano: “Rozando el muro para buscar la salida”.

 

   Quisiera decir, en un breve aparte, que la poesía de Oteiza exigiría, sin duda, una interpretación exhaustiva con los instrumentos que utilizan hoy los formalistas, de bruces sobre el soporte lingüístico. Consecuencia del estructuralismo y de sus grandes teóricos, es esa obstinación en considerar el poema como un objeto o un producto autónomo que obraría según sus propias leyes. Se asegura que el poema es una experiencia exterior e independiente. Si constituye una realidad objetiva e indiscutible, sobre la cual el poeta dibuja su vida, es, a la postre, una nueva realidad que busca el intelecto del lector para encontrar su exacta puesta a punto. Habría, entonces, tres realidades: la que es en sí misma, la que el poeta asume con sus versos y la que el lector edifica durante la lectura. Si en el lenguaje normal -el de la simple comunicación- indicar es su razón de ser, en el poema sucede lo contrario. Joan Ferrater, cuyos escritos marcan una cima del aparato teórico que hoy se emplea en las cátedras de literatura, dice: “Para mí, particularmente, estas problemáticas que nos ayudan a pesar de todo, me aburren una pizca. Al margen de su excesiva dependencia de la lingüística -se me dirá: un poema es ante todo, un hecho lingüístico, y es verdad-, existe el riesgo de ver al poema cosificarse. Agotando sus posibilidades, lo reducimos a un simple mineral, a un fenómeno del lenguaje. Reivindico para la poesía esa zona de sombra, esa franja de fresca oscuridad que acaba de ser su savia y su aroma. Porque iluminarla tiene el indudable mérito de una brillante operación intelectual, pero el poema se habrá convertido en otra cosa”.

 

   Oteiza es un poeta de sustantivos y de verbos. (“El adjetivo mata si no da vida”, dice Huidobro.) Y a pesar de su aparente heterogeneidad y sus múltiples planos, el guipuzcoano nos da siempre la sensación de emplear las palabras justas y solamente ellas.

 

   Me parece legítimo desvelar a Oteiza en su mundo poético, en su ser estético. Puede entenderse la importancia que tiene, para todos nosotros, una obra como la que nos ocupa. Habría que acercarse a este hombre colérico y cordial, a menudo poco comprendido pero alabado hasta la náusea por un esnobismo torpe, o -¡lo que hay que ver!- injuriado por las envidias que padeció en su ciudad, Donostia, donde molestaba a los mandamases, a los políticos ortodoxos. Un hombre que luchó en Chile, en París, en Deva, en Bilbao, en Ametzagaña (aquí, en este barrio periférico, se rechazó su proyecto de un cementerio maravilloso, casi astral). Debiéramos conocer mejor a este vasco de corazón de acero, animal indomable, maverich, cimarrón, centinela, bisonte de Altamira sobre las piedras del aziliense; un ser que ni se esconde ni se rinde, una conciencia vigilante que no tuvo interlocutor en su país. Hay que leerle. Esforzarnos en conocer a los demás es una forma de amor. Con Oteiza, tarea cómoda y obligada. 

                                               Jorge G.Aranguren (Blog).

1 comentario:

María Socorro Luis dijo...

Insuperable, jorge. No tiene desperdicio. Y subrayo la frase:"Esforzarse por conocer a los demás, es una forma de amor"

Abrazos