Hemos hablado con anterioridad de nuestro amigo y poeta Carmelo Iribarren. Por su especial interés, reproducimos parcialmente una entrevista echa a nuestro paisano por la publicación Tedium Vitae, de Guadalajara (México). Lean esta charla entre dos escritores inteligentes.
Sergio Ortiz. Quizá convenga iniciar esta conversación por tus inicios como poeta. Naciste en San Sebastián en 1959, permaneciste allí desde entonces y tu formación es autodidacta. Si bien publicas tu primer libro La condición urbana, a tus treinta y cinco años (1995), sé que escribiste poemas desde muy joven.¿De dónde proviene este interés por la poesía? ¿Cómo se da tu formación como poeta? ¿Algún autor importante?
Carmelo Iribarren. Mi primer poema publicado data de 1977. Apareció en la revista Barro, una publicación con tapas de papel de estraza que se vendía a pie de la calle, en la Parte Vieja, los domingos, aprovechando que era día de mercadillo. El segundo, titulado La leve sombra, es ya del año 83. Apareció en un fancín, y diez años después, en Bares y noches, mi primera publicación seria.
No recuerdo exactamente cuando nació mi interés por la poesía, pero sí que conservo una imagen de mí leyendo una antología titulada Poesía Española reciente, antología que aún conservo, por cierto. Hablo del año 76. En ese libro descubrí a Jaime Gil de Biedma, Ángel González, Félix Grande, etc. Y creo que fueron estos poetas los que -digámoslo así- me animaron a probar suerte en esto de los versos. Para entonces, claro había leído -supongo que mal- a los Machado, Espronceda, Bécquer, Darío…
Siempre fui y sigo siendo -algo menos ya- un lector voraz. De poesía y de novela negra, sobre todo. Las novelas de Hammett, Chandler, Macdonald, Cain fueron el alimento intelectual de mi adolescencia. Y lo siguen siendo hoy en día. (Soy como Bond, no maduro.)
S.O. Seguro que esta historia te suena es el título del libro que reúne tu poesía completa hasta 2005 y es también el título de uno de tus poemas. Cuando se leen tus poemas, uno siente que “tu historia nos suena”, que tu testimonio nos es familiar, que tus poemas son verdaderos. ¿Cómo surgen éstos?
C.I. Creo que soy un buen observador, a falta de otras virtudes. La vida diaria está llena de situaciones, de escenas cuya esencia no es en el fondo sino la representación de una idea. Lo que hago es extraer esa idea, si me parece interesante y buscarle un escenario que puede ser el que he visto u otro muy similar. Este proceso lo llevo a cabo mentalmente, de forma que para cuando me pongo a escribir el poema está prácticamente resuelto. Luego, ya sobre el papel o la pantalla del ordenador, lo que hago es darle ritmo, desnudarlo, dejarlo a la intemperie para que se defienda él solo, sin retórica, sin aditamentos. Si, mejor o peor, se sostiene, es que funciona. Creo que mis poemas suenan a verdaderos por eso mismo, porque no se nutren de la poesía, de la literatura, sino de la vida, de la mía propia y de la que veo discurrir ante mis ojos…. Esto a veces lleva a engaño a mucha gente, uno lee un poema y, como lo entiende piensa: Eso también lo escribo yo. Cuando alguien me dice eso, yo siempre le animo a que lo haga, a que lo escriba. No sé si lo hacen o no, no suelen reincidir en el tema. (Algunos dejan de saludarme…)
S.O. Esta actitud de espectador de vida, de decir las cosas como son, convierten al poeta en una especia de relator, un fotógrafo de la realidad. El poeta, en palabras de Raymond Carver, “puede escribir sobre objetos cotidianos utilizando un lenguaje coloquial y dotar a la vez a esos objetos -una silla, persianas, un tenedor, una piedra, un anillo- de un inmenso, incluso asombroso poder. La poesía se encuentra más cerca de un relato que el relato de una novela”. ¿Dónde se encuentra ahora el sentido de la poesía?
C.I. La poesía es tiempo dentro del tiempo (como el relato, los acerca la tensión, el clima), lo que sucede en un poema sólo puede suceder así ahí, mientras tú lees el poema, por eso esa persiana, o ese tenedor, o esa americana -pido disculpas por ponerme a la altura de Carver- tienen ese poder, porque sin ellas el poema no existiría; pero, claro, el poema existe, tú lo estás leyendo. Y si lo lees, si dedicas una parte de tu tiempo a leer un poema, es porque de alguna manera eso -el hecho de leer poesía- significa algo para ti, forma parte de tus intereses en la vida. Tiene un sentido. No hace falta ponerse trascendente ni pedante, la poesía tiene su público, está ahí, se mantiene. Lo que te da la lectura de un poema no te lo da nada, ni nadie. Es otra cosa.
S.O. Algunos de tus poemas me recuerdan al filósofo rumano Emile Ciorán, quien decía “todos estamos equivocados excepto los humoristas, que únicamente ellos, riéndose de todo, han intuido la inanidad de lo serio y hasta de lo frívolo”. Háblanos de la importancia del humor en tus poemas.
C.I. La destrucción o el humor, así titula, más acertadamente de lo que parece a primera vista, Javier Salvago su poesía completa. Pero vamos a extendernos. El humor está ahí, nada más salir del portal, esperándote. A veces, a dos calles de la tragedia. Y así todos los días. En mi poesía juega un papel determinante por eso mismo, porque mi poesía bebe de la vida -más que de la literatura- cuyo género como sabes es el de la tragicomedia. No se puede estar llorando en verso todo el santo día, o con el ceño fruncido, no al menos si se escribe este tipo de poesía (en la que uno, más que escribir, casi se describe). No sería creíble. Y en el pacto que mis poemas establecen con el lector uno de los requisitos fundamentales, si no el más, es ése: la credibilidad.
Por otra parte, el humor es una de las formas que puede adoptar la piedad, una manera de perdonarnos, de asumir nuestra endeble condición, nuestra pequeñez, de reconciliarnos -siquiera de vez en cuando- con el mundo. También es uno de los disfraces más amables de la inteligencia. El problema del humor (en sus diversas expresiones: ironía, ingenio, cinismo e incluso sarcasmo…) es que es un material altamente peligroso para ser utilizado en un poema. En eso, en los riesgos que se corre al manejarlo, se parece a la ternura. Si te pasas, consigues el efecto contrario al deseado, además de destrozar el poema.
S.O. Sin embargo, en varios de tus poemas se vislumbra una búsqueda de plenitud amorosa…
C.I. El amor, el deseo, la pérdida de la juventud, la madurez, la muerte… son los grandes temas de la poesía. Y de la vida. No se puede obviar. Yo he escrito muchos poemas de amor, con sus claroscuros, en sus diferentes y apasionantes fases: la de la búsqueda, la del deseo, la del encuentro, la doméstica, la de la traición, la de la pérdida… Con todo, creo que los poemas de amor, o mejor, de temática amorosa más difíciles son aquellos que hablan de dos personas que se quieren y a las que -en ese momento, en el del poema- no parece pasarles nada más relevante que eso. Trasladar esa luz tenue al papel es muy complicado, porque no resulta en principio nada espectacular para el lector. Ahora bien, creo que cuando se consigue es lo más grande. En esos poemas juega un papel fundamental, la ternura, material, como he dicho, peligrosísimo, que hay que saber dosificar; la cursilería siempre está ahí, amenazando. Yo suelo utilizar los finales mates o irónicos, o anticlimáticos para rebajar la carga sentimental. Pero no siempre, a veces me dejo llevar. Por qué no, sólo soy un ser humano, débil, con grietas…
S.O. Encuentro en tus poemas observaciones y reflexiones continuas acerca de la ciudad, de cierta condición urbana que enmarca distintas situaciones de vida. ¿En qué medida se relaciona el entorno, tu contexto, con tus poemas?
C.I. Bueno, creo que soy uno de los poetas más decididamente urbanos de la literatura española, o en español. En eso soy de los primeros de la clase. No será yo quien añore las verdes praderas. A mí dame bares, cafeterías, avenidas, la pequeña épica de una vieja cruzando un semáforo bajo la tormenta, la soledad de la madrugada, aquella ventana encendida en el piso dieciséis… Dame la luna clavada -como una piruleta- en una antena de televisión. Dame ese fragor de vida, ese pulso, esa tensión de la hora punta. Dame la melancolía del último autobús. La poesía de la violencia, la lírica de las calles, que dijo Raymond Chandler. La ciudad es mi vida. De ahí que mi poesía pueda verse como un recorrido sentimental por las calles, (también por las de la memoria) de una ciudad que es todas las ciudades, o eso quisiera.
S.O. El poema “Ola de frío” abre tu último libro de igual nombre y es un buen ejemplo de esa forma de caminar por la ciudad…
C.I. Es verdad. Y fíjate que el segundo poema se titula “Los zapatos”. Yo ando mucho, cruzo la ciudad casi todos los días. Y tomo nota, claro, levanto acta de lo que veo: una chica esperando el autobús, un gorrión peleándose con un pedazo de pan, dos viejos en una cafetería, un tren de cercanías, yo mismo reflejado en un escaparate, las hojas alfombrando un paseo, una ventana encendida en la madrugada, una pequeña ráfaga de viento que entra en la plaza y muere… Situaciones todas muy urbanas, muy cotidianas, a las que yo trato de extraer la poesía que llevan dentro, aunque no siempre, o pocas veces, lo consiga. Sí, es un libro en que la mirada juega un papel fundamental. Casi podrían denunciarme por voyeur… Francisco Díaz de Castro, refiriéndose a este libro, dice que soy un elegíaco de casta, y creo que tiene razón. A mí me gusta mucho la vida, como a todo el mundo, pero estoy en una edad en la que ella, la vida, empieza a ir por otro lado. Yo la veo pasar, y pienso: Sé hacia dónde vas. Y que no quieres llevarme. No importa. Ya estuve allí. Y sigo mi camino, mirando los aleros, esquivando los charcos y los paraguas, pensando en que no estaría mal otro cafecito…