domingo, 6 de julio de 2008

El estilo lo es todo:


El hombre es un animal meditativo. Para sus fines utiliza complacido los bosques, las montañas, las llanuras; en ocasiones también la soledad del gabinete o hasta el tráfago violento de un café. Pero lugar especialmente apto para la meditación, resulta ser el cementerio.

El porqué no ha dejado de intrigarme. Bajo el verde césped o bajo las losas blancas -según el sistema empleado- no queda ya nada de la maravillosa estructura orgánica a la que dimos nuestro afecto. El recuerdo es puro producto de nuestra memoria y no parece necesario, para suscitarlo, recurrir a la visión directa de la tumba. Por otra parte, la violencia de la pena no favorece, sino que más bien impide la meditación. ¿Medita realmente esta joven viuda que -oculto el rostro por el velo- deposita cada día un ramillete de flores en la tumba del difunto? No medita; recuerda. Y al recordar, imagina escenas, las revive cálidamente y acaso, por un breve instante, logra ignorar la evidencia de la ausencia. En tal momento vive como si el muerto viviera y el recuerdo revivido -que es ya nueva vivencia, no recuerdo- llega a conmoverla físicamente. Sorprendida de este modo por la vida se sienta sobre la losa -ignora que está fría-, descubre el rostro oculto retirando el velo y mira. Su atención se fija en el verde tierno de una yerba, en el pájaro que picotea un invisible alimento entre la grava.

Yo me aproximo, la saludo con una respetuosa inclinación de cabeza y alcanzo apenas a ver cómo, sobre el rostro vivo, coloca apresuradamente la máscara del dolor.

-Aprecié a su esposo -digo-. Era un hombre estimable.

-Era un ser odioso -me contesta-. Arruinó mi vida.

Cubre de nuevo su mirada con el velo -no sin que sus ojos oscuros me hayan herido gravemente- y sin despedirse, camina con paso rápido hacia la salida.

Luis Martín Santos: Apólogos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Quizás sea hora de que los cementerios desaparezcan. Pueden ser otra forma de hipocresía.