Dos semanas quedan para que llegue lo que los italianos llaman “ferragosto”, y los españoles, de espaldas a la llamada crisis, recesión o como se diga, disponemos los parasoles, los ungüentos solares, los supositorios de Biodramina las botas para el campo, la colonia contra los mosquitos, los automóviles rebañegos a los que siempre se les enciende, tras veinte kilómetros de caravana, la luz roja del agua del radiador. Pero nosotros, parias, nos quedamos en la ciudad cuidando de nuestros niños, de nuestros perros, de nuestras famélicas cuentas corrientes. Aquí, en este delicado orinalito que es Donostia, lloverá como ha llovido siempre en el mes de agosto, soplará el oeste, los ciudadanos nos cambiaremos de ropa tres veces al día: del polo a la chaqueta, de la chaqueta al impermeable, del impermeable otra vez al Lacoste. Algunos días rolará a sur y echamos la gota gorda. Aunque a Garbiñe, este aire le gusta y, apoyada en la barandilla de esa postalita llamada La Concha, dirá entusiasmada: “Mira, Maider, qué guay, se ve hasta el Machichaco…
Que Dios nos ayude a todos.
En un buen artículo sobre los colores y su significación, aparecido en el Diario Vasco de Sn.Sn. la pasada semana, el comentarista aplica la palabra gualda a sustantivos masculinos. Vamos a ver: el color es el “gualdo”, que en femenino da “gualda”. Diremos: la bandera gualda, el banderín gualdo. Esto yalo comentamos en anteriores blogs, pero habrá que insistir.
Nos sobresaltó, el otro día, oír en una oficina del Estado llamar a una señora “la bedela”. Sin embargo, el término es válido, aunque María Moliner lo registra tan sólo en masculino. Hay bedeles y bedelas, pero “ujier” es únicamente masculino y “ordenanza”, si bien termina en “a”, con referencia a un sujeto, lo es también: “el ordenanza” Y existe el vocablo “bedelía”: empleo de bedel o bedela.
En un restorán de la capital he pedido besamel para acompañar un entrante. La besamel es la salsita -harina, crema de leche y manteca- que se nos pega a la barba siempre que la solicitamos. ¿Es una venganza? En algunas cartas aparece como “bechamel” (del francés béchamelle). También podemos llamarla familiarmente “besamela”. Claro que, si está rica, nos da lo mismo.
En el barrio donde escribo estas líneas están de fiestas. Es un barrio muy jaranero y, de manera insoslayable, bastante chabacano y pelín hortera. Este mediodía ha paseado por sus calles una fanfarre con mucho latón y viento… Está bien que la gente se divierta; somos series gregarios y la alegría es contagiosa. De cualquier modo, yo siempre aborrecí, desde muy niño, estas manifestaciones populacheras (es mi pecado) y, sobre cualquier otra cosa, ¡los cohetes! Porque los cohetes, en sus diversas y molestísimas variantes, son un invento demoníaco, y es así explicable que los países mediterráneos, los cuales sienten una auténtica devoción -mezcla de terror y de simpatía- por el diablo, se apasionen con la dichosa pólvora.
Pero es que, para mayor inri, están los perros. Los canes ciudadanos sienten auténtico terror por los cohetes, a tal punto que huyen hacia sus casas para permanecer luego largo rato bajo la cama de la abuela, el sofá o los huecos que, a ras de suelo, deja la librería. Y no es que sean cobardes. Ocurre que su oído viene a ser unas cincuenta veces más sensible que el humano, y la deflagración y posterior explosión del maldito ingenio debe de penetrarles hasta el yunque, el martillo y la mismísima trompa de Eustaquio… Defensor a ultranza de los derechos de los animales, me veo obligado a pedir desde aquí un castigo incruento para los coheteros. Sujetos a un sillón escucharán, en paralelos bafles y durante doce horas, todo el repertorio musical de David Bisbal. ¿Me estoy pasando con el castigo? Se regenerarán.
Cumplo dieciséis años
Hace 17 horas
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