Bajó la ladera hacia la retaguardia de la zanja, a la carretera, entre las rocas y la maleza, seguido de su pequeño séquito en evidente desorden. Al pie de la ladera montaron los caballos que los esperaban y tomaron el sendero al trote rápido, siguiendo una curva hasta llegar a la zanja. El espectáculo que los esperaba era impresionante.
En el desfiladero, en cuyo ancho apenas cabía una sola pieza, estaban apiladas las ruinas de no menos de cuatro. Sólo habían notado el silencio de la última: había faltado el número de hombres necesario para reemplazarla con suficiente rapidez. Los despojos estaban a ambos lados del camino; los hombres se las habían arreglado para mantener un espacio abierto entre ellas, desde el cual disparaba en ese momento la quinta pieza. ¿Los hombres? ¡Parecían demonios carbonizados! Todos sin sombrero, todos desnudos hasta la cintura, sus pieles humeantes ennegrecidas con la pólvora y salpicaduras de sangre. Trabajaban como enloquecidos con la baqueta y la munición, con la palanca y la correa. Empujaban con sus hombros hinchados y sus manos sangrantes las ruedas para contrarrestar el retroceso de cada tiro, y volvían a su posición la pieza. No había órdenes; en aquel horrible ambiente, con el aullido de los disparos, la explosión de las granadas, el chillido de los fragmentos de hierro y las astillas de madera que volaban, ninguna había sido oída. Los oficiales, si es que quedaba alguno, no se diferenciaban de los demás; todos trabajaban juntos -cada uno mientras duraba-, gobernados por sus propios ojos. Cuando el cañón quedaba limpio volvía a cargarse; cuando estaba cargado, se apuntaba y disparaba. El coronel observó algo nuevo en su experiencia militar, algo horrible y antinatural: ¡la pieza sangraba por la boca! Debido a la momentánea falta de agua, el hombre que introducía la esponja en el cañón la había mojado en un charco de sangre de uno de sus camaradas. En medio de toda esta obra no había ningún malentendido; el deber del momento era obvio. Cuando uno caía, otro, de aspecto algo más limpio, parecía surgir de la tierra, de las huellas del muerto, para caer otra vez.
Junto a las piezas arruinadas yacían los hombres arruinados, a lo largo de los hierros retorcidos, debajo, encima de ellos; y hacia atrás por el camino -¡horrible procesión!-, se arrastraban sobre manos y rodillas los pocos heridos que todavía podían moverse. El coronel -apiadándose, había ordenado a su escolta que se alejara- tenía que cabalgar sobre los muertos para no aplastar a quienes estaban parcialmente vivos. En aquel infierno siguió serenamente su camino, tocó la mejilla del hombre que manejaba la baqueta -quién cayo inmediatamente pensando que lo habían muerto-. Un demonio siete veces maldito se lanzó desde la humareda para tomar su lugar, pero se detuvo y observó al oficial montado con una mirada extraterrena, sus dientes resplandecían entre sus labios negros, sus ojos feroces y desmesuradamente abiertos quemando como carbones debajo de sus cejas sangrientas. El coronel hizo un gesto autoritario señalando hacia la retaguardia. El demonio se inclinó en señal de desobediencia. Era el capitán Coulter.
Ambrose Bierce (1824-1914): Cuentos de soldados y civiles (Guadarrama).
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