domingo, 13 de julio de 2008

Yannis Ritsos

Hablar de Yannis Ritsos (1909-1976) -un auténtico maestro de la poesía griega contemporánea- nos llevaría todo un ensayo. Hombre arrastrado por la turbulencia de la guerra y por la contingencia de unos años ciertamente azarosos en la historia de su país, conservó la energía, la tensión y la fe necesarias para elaborar una obra vastísima y de un valor incalculable. Coetáneo de Elytis, Seferis y Karyotakis, su poesía no sólo nos deslumbra, sino que nos emociona profunda y definitivamente.

Conocimiento (De Tiempo de piedra)

Un sol de piedra viajó a nuestro lado
quemando el aire y las espinas del desierto.
Por la tarde se detuvo en la falda del mar
como una bombilla amarilla en un gran bosque de recuerdos.

No teníamos tiempo para tales cosas - sin embargo
echábamos de vez en cuando un vistazo - y sobre nuestras mantas
junto con las manchas grasientas, el color, y huesos de aceituna
reposaban algunas hojas de los sauces, y agujas de pino.

Tenían también estas cosas -no muy importantes- su peso:
la sombra de una horquilla en la tapia, hacia el ocaso,
el paso del caballo a medianoche,
un color rosado que muere en el agua
dejando tras sí el silencio más solitario aún,
las hojas de la luna caídas entre la parva, y patos salvajes.

No tenemos tiempo – no tenemos,
en cuanto las puertas se conviertan en manos cruzadas
cuando los caminos se hacen como aquel que dice “no sé nada”.

Sin embargo, nosotros sabíamos que más allá del gran cruce
hay una ciudad con miles de luces multicolores.
La gente allí se saluda con un solo gesto de su frente –
les conocemos por las posturas de sus manos
por la manera que cortan el pan,
por su sombra sobre la mesa en la cena,
por el momento que todas las voces dormitan dentro de sus ojos
y una sola estrella cruza su almohada.

Les conocemos por el surco de la lucha entre sus cejas
y sobre todo -las noches que se agranda el cielo encima de ellos-
les conocemos por aquel equilibrado y conspirado movimiento
como cuando echan su corazón como un pasquín clandestino
por debajo de una puerta cerrada al mundo.

VIII (De La Señora de las viñas)

Afuera, en las losas de nuestro patio pasaba la noche con su alforja
y su perro.
Se oía a altas horas de la noche su bastón, lejos como el peine del telar.
La tapia encalada era lisa como el cuello de una paloma
y una luz blanca como un caballo de cristal se perdía en el bosque.

Cada estación del año nos traía sus frutas y su propio perfume-
las hojas de la parra se convertían poco a poco en palmas de mano,
en oro,
luego las ramas se encorvaban como serpientes heladas,
se humedecían las llaves de nuestra casa y el sol se hacía como el
bote de sal de nuestra cocina.

El otoño llevaba un capote de gotas y de humo,
y si por las noches preguntabas a alguien “¿dónde estabas?”, te respondía:
“allá, más allá” y arrastraba tras sí una nube como una oveja.

Los membrillos, más tarde, endurecieron de nuevo sus puños,
los tomates enrojecieron como mejillas besadas,
un ramo de hierbabuena crecía en la grieta del muro
y el disparo del viejo Dimo resonaba en el arbolado del río.
Entonces en las barbas del abuelo salían frutitas rojas,
como en los matorrales del precipicio cuando suena en los picos el sol.

Pasa y pasa, da vueltas el tiempo -como una rueca enredada con hilo rojo,
y nosotros, mi Señora, del fusil a la flauta, dando vueltas,
tallamos racimos de uvas en los troncos secos de la viña,
tallamos tu altura sobre los cipreses
y la nube se convierte en arca con florines
y las piñas de los cipreses en cerezas
y Tú, Señora, con la tierna espiga del lucero de la tarde entre tu mano,
bendices la soledad del campo y las fuentes empedradas.


XIX (De Epitafio)

Si tuviera el agua inmortal, si tuviera nueva alma,
para darte, para despertarte sólo un instante,

para que vieras y hablaras, para que disfrutaras. Entero tu sueño
queda vivo en cuerpo entero, yo a tu lado junto a ti

Truenan las calles, los mercados, los balcones y las callejuelas,
y derraman flores las mozas sobre tus cabellos,

por la sangre que tiñó el suelo, se hizo brava la moza
-bosques los puños, océano las voces, montaña los corazones, los pechos.

Se juntó el mono de trabajo con el caqui, el soldado con el obrero
y brillan todos en un corazón- voluntad, pulso y ojo.

¡Oh, qué hermoso cuando se juntan, cuando se ama la gente!.
Resplandecen los cielos, se perfuman los lugares.

Y pasando así de valerosos fuertes, juntos como hermanos,
digo, conquistaremos toda la tierra todo el universo.

Los lobos retroceden, se meten en sus escondrijos
-bichitos que los barrió la tosca escoba del obrero.

¡Oh, dónde estás, hijo, para ver, para alegrarte mucho, pajarillo,
y, antes que salgas solo, abraza el mundo entero!

XX

Dulce hijo, tú no te has perdido, estás entre mis venas.
Hijo mío, en las venas de todo el mundo entra profundo y vivo.

Ves, a mi lado muchos pasan, pasan jinetes
Todos fuertes erguidos y como tú de bellos.

Entre ellos, hijo mío, te siento resucitado.
Tu figura, en sus figuras hecha obra de arte.

Y yo, la pobre, yo, la flaca, grande entre todos,
con mis crecidas uñas parto la tierra en trozos y los tiro a la cara de los lobos y de las fieras,
que lo vidrios de tu vista hicieron ellos añicos.

Y nos sigues tú también aunque muerto, y nuestro nudo en la garganta
se hace el nudo de la cuerda para el cuello de nuestro enemigo.

Y lo deseabas (así lo decías las noches con el candil),
levanto mi viejo cuerpo y muestro mi puño.

Y en vez de castigar mis inocentes pechos., ves, ando
y detrás de mis lágrimas el sol estoy distinguiendo.

Hijo, hacia tus hermanos voy y junto a mi ira
Recogí tu fusil. Duerme, tú, pajarillo mío.

Yannis Ritsos: Antología 1936-1971 (Plaza Janés, Barcelona). Traduce del griego al castellano Dimitri Papageorgiou.

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