[editar]Antecedentes y consiguientes
Generalizada creencia es, en América, la de que España no nos perdona el que hayamos puesto casa aparte, desprendiéndonos de su maternal regazo. Viene de aquí el que, en la crecida colonia de americanos viajeros que regresa a nuestro continente, no llegue a un diez por ciento el número de los que se decidieron a dar un paseo por España, después de haber visitado París, Londres, Berlín, Viena y las principales ciudades de Italia. Hay Exposición en alguna de esas grandes capitales, y todo latinoamericano que dispone de recursos emprende viaje. Pero se trató de una Exposición en Madrid, para celebrar el cuarto centenario del descubrimiento de América; y a pesar del motivo, que de suyo era alborotador, y de la buena voluntad de los gobiernos republicanos, que se apresuraron a responder a la invitación oficial nombrando delegados que los representasen, apenas si, de octubre a diciembre, pudimos contarnos en Madrid trescientos americanos, de los que la mitad, por lo menos, investía carácter diplomático o el de delegados. ¿Cómo explicar esta frialdad nuestra, tratándose de la nación a la que tantos vínculos debieran ligarnos, pues, poca o mucha, todos traemos en las venas sangre española, y españoles son nuestros apellidos, y española la lengua en que nos expresamos, y heredadas de España nuestras creencias religiosas, nuestras costumbres, nuestras virtudes y nuestras flaquezas? En España deberíamos los americanos encontrarnos como en nuestra casa solariega, casi como en el propio hogar.
La principal causa del indiferentismo o alejamiento nuestro se debe a la errada política del gobierno peninsular, que tardó muchos años en convencerse de que América estaba definitivamente perdida para España. Si, después de Ayacucho, los hombres de la política se hubieran dicho lo que el vulgo -lo perdido, perdido, y ojo al ganar- no retardando el reconocimiento de las repúblicas independientes, ni el comercio inglés, ni el comercio francés, se habrían adueñado por completo de los mercados americanos. Por lo menos, habría conseguido España que no adquiriésemos el perverso gusto de envenenarnos consumiendo los malos vinos franceses, ya que la península es productora de los mejores del mundo. Mercantilmente, no era el provecho para desdeñado.
Pero España dejó correr casi un cuarto de siglo sin amainar en sus pretensiones de soberanía sobre un mundo que se le había escapado de entre las manos, no sin revelar, de vez en cuando, hostilidad de propósitos, como los que encarnaban la expedición floreana, la intervención en México, y la aventura de las islas de Chincha.
El reconocimiento de la independencia se impuso a España por la fuerza del hecho consumado, por la impotencia material para emprender la reconquista; y hasta como conveniencia.
A estos errores de política se debe el que España no ocupe hoy, en nuestros afectos, el lugar preferente. Los que venimos a la vida en los albores de la República, oíamos a nuestros padres relatar los hechos de la gran epopeya; y, en sus relatos, apelar ele la pasión, había mucho de cariño para aquellos quienes lealmente vencieron en Junín y Ayacucho. Nos llegó el turno de reemplazar a nuestros mayores en el escenario social, y la juventud a que yo pertenecí fue altamente hispanófila. El nombre de España, aunque no siempre para ensalzarlo, estaba constantemente en nuestros labios; y en las representaciones del Pelayo aplaudíamos con delirio los versos del gran Quintana, como si fuesen nuestros el protagonista y el poeta, y nuestra la patria en que se desarrolla la tragedia. La vida colonial estaba todavía demasiado cerca de nosotros, y sólo el correr del tiempo conseguiría destruir la influencia y el prestigio que sobre el espíritu ejerce la tradición. Yo alcancé días en los que, a los republicanos nuevos, no chocaba oír en la calle este saludo.- Adiós, señor marqués.- Abur, señor conde.
La generación llamada a reemplazarnos no abriga amor ni odio por España: la es indiferente. Apenas si ha leído a Cervantes. Su nutrición intelectual la busca en lecturas francesas y alemanas. Díganlo los modernistas, decadentes, parnasianos y demás afiliados en las nuevas escuelas literarias.
Los americanos de la generación que se va, vivíamos (principalmente los de las repúblicas de Colombia, Centro-América y el Perú) enamorados de la lengua de Castilla. Éramos más papistas que el Papa, si cabe en cuestión de idioma la frase. Los trabajos más serios que sobre la lengua se han escrito en nuestro siglo, son fruto de plumas americanas. Baste nombrar a Bello, Irisarri, Baralt, los Cuervo y, como estilista, a Juan Montalvo.
El lazo más fuerte, el único quizá que hoy por hoy, nos une con España, es el del idioma. Y sin embargo, es España la que se empeña en romperlo, hasta hiriendo susceptibilidades de nacionalismo. Si los mexicanos (y no mejicanos como impone la Academia) escriben México y no Méjico, ellos, los dueños de la palabra ¿qué explicación benévola admite la negativa oficial o académica para consignar en el Léxico voz sancionada por los nueve o diez millones de habitantes que esa república tiene? La Academia admite provincialismos de Badajoz, Albacete, Zamora, Teruel, etc., etc., voces usadas sólo por trescientos o cuatrocientos mil peninsulares, y es intransigente con neologismos y americanismos aceptados por más de cincuenta millones de seres que, en el mundo nuevo, nos expresamos en castellano.
«Trivial argumento es (dice Alberto Liptay en su entretenido libro La Lengua Católica) el de que los americanos no tenemos por qué afanarnos por el progreso de un lenguaje que, originalmente, no nos pertenece, como si la lengua no fuera tanto de los hijos como de los padres, Si los padres no fuesen, a veces, aventajados por los hijos, toda posibilidad de progreso seria ilusoria. Hay también que tener presente que los americanos casi triplicamos en número a los peninsulares, y que no son siempre las minorías las llamadas a imponer la ley».
Acaso tuvo razón el ilustre argentino don Juan María Gutiérrez, escritor tan culto y castizo como sus contemporáneos Bello y Pardo, cuando nombrado, casi a la vez que estos, académico correspondiente, renunció a tal honra porque, en su concepto, mal se avenía la independencia política con la subordinación a España en materia de lenguaje.
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