lunes, 20 de octubre de 2008

Colaboración : "Más vale honra sin barcos ......" (Oliverio Reynés)

Decíamos ayer que los baserritarras tienen un olfato especial para predecir el clima. Caen las castañas, pues hale, ya está aquí el invierno. Casi nunca yerran.
Recuerda un servidor que, yendo de joven a la trucha, algún que otro casero se acercaba al pescador, pertrechado éste con los aperos de costumbre. Fluía el Bidasoa denso, solemne: un patriarca, y uno esperaba el tirón, el calambre gozoso del pez atrapado en la cucharilla.
-Con eso no agarrará nada -decía el curioso, unos metros detrás de mí-. Hasta la semana pasada, sí. Ahora, con ese señuelo, se volverá de kale a casa.
-¿Qué haría usted, eh? -respondía yo, con el respeto que me dan los sabios.
- Gusano -contestaba éste, y si cae un chubasco, mosca ahogada.
-¡Ah!
-Y de encontrar entre las hierbas un grillo o un saltamontes, mejor que mejor. Cosa fina.
-A mediodía se puso a llover. Gruesas gotas, como antiguas monedas de cinco duros, salpicaban el agua, plop, plop, rizándola. El río, antes de un verde muy oscuro, casi aterciopelado, se aclaraba. Moscas efímeras revoloteaban sobre la superficie. Puse mi falsa mosca y la lancé entre unas hierbas, junto a un rompiente. Y, ¡oh, maravilla!, la picada de una trucha de dos palmos se hizo realidad; Luego, ese combate a dos que a los pescadores nos acelera el corazón… “¡Que no sabrá ese curioso de la mañana!”, pensé… Decididamente, un consejo vale más que mil palabras.
Acordándome de semejantes cosas, ahora me preparo para la invernada. Ella está ahí pidiendo paso, amenazándonos…
¡Puñeteras castañas! No tardaremos en ver volar las grullas hacia el sur.




Lívido, ensimismado y con la serenidad de quien afronta la muerte sabiendo que su causa es imperecedera, Torrijos se nos aparece en el lienzo de Gisbert dando los brazos abiertos a sus compañeros de infortunio. Acaso, buena parte de la inmortalidad de aquel grupito de liberales, ajusticiados en las arenas de Fuengirola en el año del Señor de 1831, se debe a la habilidad con que el pintor supo representar un momento de intenso clímax dramático. Y ese gesto del protagonista, junto con la actitud de sus acompañantes, es lo que nos emociona en profundidad.
Yo pienso que nuestro país ama desmedidamente el gesto, el ademán, la compostura en los momentos críticos, la frase oportuna. Desde Guzmán el Bueno, arrojando, con ojos abrasados por la cólera, el puñal al enemigo y haciendo caso omiso de una madre que intentaba impedir el infanticidio, hasta el general Gutiérrez Mellado, impávido y resistiéndose al cuerpo a tierra, una galería de españoles más o menos célebres nos han dejado para la historia una huella indeleble y muchas veces improvisada.
Yo no sé si esto se debe a la innata inclinación celtibérica por el ápice dramático, cual si nos fascinara la grandeza y la desolación que se esconden siempre en las decisiones que rematan las crisis. Quizás haya también en el español un gusto inconfesado por lo teatral -puede que perviva en nosotros, sin que lo sepamos, una sensibilidad de raíz romántica o sentimental que pudo tener su techo en el último tercio del diecinueve.
Lo cierto es que nos encantan los sucesos que forman parte de una historia acaso marginal y que, no obstante, han calado subliminalmente en el alma pública; eventos que a veces empañan, tergiversan o confunden el verdadero sentido histórico.
¿Qué español no sabe aquello de “más vale honra sin barcos…”?, expresión que resume la gallardía, el orgullo y la ineficacia de unos de los pueblos más tenazmente inconsecuentes de Europa: un país de sagitarios. Méndez Núñez hizo algo más que mandar una escuadra; supo decir, en un momento delicado, lo que sus coetáneos y patriotas, desde el aristócrata al bracero, hubieran querido que él dijera. La frase del ilustre nauta me parece a mí una de las más bellas vaciedades que jalonan nuestra historia; pero no puedo menos de sentir una curiosa picazón, una plétora inevitable ante el apotegma. Y me sale un “olé” de las mismísimas entrañas.
Creo, de verdad, que el español tiene bastante de masoquista. Como toda criatura sentimental y, a la vez, apasionada, guarda siempre un rincón en su alma para recoger ese sobrante de emoción que se desborda a veces en la frase o el gesto. Esa profunda pulsión de los españoles se disfraza muchas veces con un ropaje de brusquedad, de aparente indiferencia, que no nos va. Calomarde pasará a los textos -fíjense ustedes- tan sólo por una frase galante, oportuna y palatina. Fermín Galán seguirá conmoviéndonos por su resolución de enfrentarse a un piquete, sabedor de que le daba tiempo para huir por las nevadas escarpaduras del pirineo aragonés. Moscardó -al margen de cualquier opinión política- quedará fijado a la memoria colectiva con un teléfono en la mano: una imagen inmarchitable.
Hay también en el español un regusto por lo heroico, por el desplante y la majeza, que no acaba de desaparecer. La noche de aquel histórico febrero del “tejerazo”, a algunos ciudadanos nos inquietó -luego nos regocijaría tal vez- el espectáculo de tanto padre de la patria en posición decúbito prono. Ya sabemos que el miedo es libre, pero nos molesta sorprender a nuestros representantes soñando con poder ser Alicia para desaparecer por alguna rendija de la tarima. Quizás en aquel mismo momento, algún ángel capitolino o tutelar le recordó a Suárez -un hombre que supo guardar la compostura- que los gestos se anotan siempre y para siempre en el debe o el haber del hombre público. El polvo de la moqueta del hemiciclo empalidece aún hombreras muy ilustres. El pudor de los españoles o, por fin, el cansancio ante los gesto hermosamente inútiles, sabrá perdonar a tanto agazapado.
Oliverio Reynés (Blog)

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