Yo creí que los muertos eran ciegos, como el espectro de aquella gitana, en un poema mío, que abocada al aljibe del jardín no veía las cosas cuando las estaba mirando.
Me equivocaba. Para los muertos todo es presencia unánime, a una distancia siempre inalcanzable. Cuanto vivisteis, cuanto pensasteis, cualquier quimera fantaseada en la tierra, se hace a un tiempo posible e inasequible en el infierno. Basta evocar un hecho o un sueño, para que de inmediato se represente, con acabada precisión, en este teatro casi a oscuras donde peno a solas quizás eternamente.
Imaginad una soledad acaso interminable, en una gran platea que no comparto con nadie. Por dos tragaluces, en los muros tapizados, viene una luz muy fría entre ámbar y alabastro. Apenas perfila los respaldos de las butacas vacías, cubiertas a su vez de terciopelo ceniciento. Con el tiempo y en estas sombras casi cerradas, me habitué a distinguir el escenario, con su larga embocadura y su profundo proscenio. Allí los telones de boca y de fondo permanecen siempre izados o acaso no existen. En las tablas -las tablas reales- se hace presente lo ausente, cuando la voluntad conjura espejismos de recuerdos, de lecturas o de ensueños. Si os dijese cuánto volví a presenciar y pudieseis oírme, creeríais que los muertos estamos locos.
Veo ahora mismo, pues así lo quise, la aurora boreal sobre el lago Edem Mills, encendiendo bancos de peces rojos, al pie de una junquera nevada de caracolillas, como la contemplé en verano de 1928 o de 1929, cuando mediaba agosto. Veo a aquel hombre de las cavernas, el mismo que pintó el bisonte de Altamira y fue en nuestro mundo el escultor nazi Arno Broker, después de encontrarlo Julio Verne en mitad de una novela suya y en el centro de la tierra. Siempre al resplandor de aquella aurora, que prende la noche y los peces con su rojez más ardiente, veo a Julio César (un Julio César que siempre imaginaba parecido a Ignacio Sánchez Mejías) recitando dísticos blancos de satánica soberbia: “Prefiero ser el primero en una aldea / a ser el segundo en Roma”.
En la misma barajada de recuerdos revividos, aparecen visiones de otros ensueños míos, a la orilla del lago y en mitad del escenario. Veo a Aquiles, el de los pies ligeros, pederasta a su vez por amor de Patroclo. Signos antes de que concibiesen a César y en alguna lectura de mi adolescencia, aprendí lo que le digo a Ulises cuando bajó a visitarlo en el infierno: “No quieras consolarme de la muerte. Es preferible servir a un mendigo que reinar sobre todos los muertos”.
Sólo ahora, muerto y en este teatro, comprendo de dónde plagiara César aquel dístico blanco, después de deformarlo a la medida ampulosa de su soberbia. En último término, supongo que a esto se reduce siempre el poder de la tierra: a un plagio. En otras palabras, que son las de los sabios de la Real Academia de la Lengua Castellana, al vasallaje de los hombres libres en esclavos o al rapto de los siervos ajenos para hacerlos propios. Nada más pero tampoco nada menos. Sabedlo.
Con voz venida de las oscuras raíces del grito y desde este rincón de la eternidad, quisiera chillaros el desespero de Aquiles en el reino de las sombras. Deciros bien alto, y aunque no podáis oírme, que es mejor ser el más bajo de los hombres, el pordiosero, el aprendiz de verdugo, el lacayo o el déspota todopoderoso, a ser el rey de los muertos. Un monarca anterior al tiempo, a la luz, al espacio y al mismo silencio, un soberano absoluto y eterno como la nada, dueño y creador del infierno, quien debe reinar sobre todos nosotros, los muertos, aunque desconozcamos su nombre y su rostro.
Cualquier instante de mi vida fugitiva y arrebatada, cualquiera de estos momentos, ahora presentes e imposibles en el escenario de la sala, es preferible a la inmortalidad en el infierno. Aunque los muertos no tengamos nada y no seamos nadie, lo daría todo por revivir de veras la más simple o la más terrible de aquellas horas huidas, inclusive la de mi propia muerte a manos de mis semejantes. Volver a pisar con mis pasos, aquellos que fueron la medida de mi libertad pues pude darlos o no, el arco iris del asfalto de Manhattan, después de las últimas lluvias de verano, mientras la calzada se enciende en larguísimas estrías resplandecientes que parecen de ágata en el crepúsculo. Arroyos deslumbrantes, al pie de la cola de obreros parados a la espera de la sopa boba de Al Capone, junto al refectorio de San Patricio. Volver al Café Alameda, donde vi a Ignacio Sánchez Mejías por primera vez en la tierra, antes de que las gentes y el orgullo nos separasen. Oírle decir de nuevo: “¿Sabes tú que repuso Pepe Hillo, ya gordo, envejecido y castigado por la gota, cuando le aconsejaron dejar los toros? ME IRÉ DE AQUÍ A PIE, POR LA PUERTA GRANDE Y CON LAS ENTRAÑAS EN LAS MANOS”.
Carlos Rojas (Barcelona, 1928): El ingenioso hidalgo y poeta Federico García Lorca asciende a los infiernos (Premio Eugenio Nadal, 1979). (Ediciones Destino.) (Blog.)
A Margarita Debayle
Hace 1 día
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