domingo, 5 de octubre de 2008

Creador o Intelectual

Me contaba la anécdota Eduardo Chillida, hace ya algunos años, durante uno de aquellos paseos que él solía dar, solo o acompañado, por el paseo donostiarra que bordea la playa de Ondarreta, hacia su extremo oeste, hasta la rotonda que se remata con el Peine de los Vientos. Lo cierto es que a Eduardo le paró un día cualquiera, en la calle, una señora de edad, cuyo rostro le resultaba al escultor vagamente conocido.

-Hola, ¿cómo andamos? -preguntó la buena mujer a guisa de saludo.

-Ya lo ve: bien.

-Estás hecho un chaval. Da gusto verte.

Eduardo pensó en alguna vecina, en la madre o la hermana de un supuesto conocido. Después de cambiar otras cuatro palabras, el donostiarra se decidió:

-Oiga, no se me enfade, ¿eh?... Pero usted ¿de qué me conoce?

La mujer abrió mucho los ojos, su rostro se iluminó. Acercó unos dedos maternales y tímidos al brazo del artista. Y dijo:

¡Jeeeshús!, ¿quién no te conoce al mejor portero, el mejorcito, que ha tenido la Real?

Este suceso es verídico y además significativo. Da fe de una actitud común entre la gente ante el artista o el intelectual. Hay que partir del hecho, claro está, de la ignorancia o el desconocimiento de las personas -por supuesto, una gran mayoría- que viven ajenas a los eventos culturales. Pero, por otra parte, también está el recelo, la desconfianza y reticencia hacia toda aquella actividad que no posea palmariamente un fin pragmático. Del escritor, del pintor, del músico o del esteta se ha recelado siempre. Es una suspicacia que está enquistada en nuestra sociedad y cuya raíz habría que buscarla lejos en el tiempo y minuciosamente. No es mi propósito ahora emprender tan arriscada tarea, pero sí dejar constancia del ribete de marginalidad que entre nosotros conlleva la labor artística o literaria. Y este criterio está substancialmente adherido a los diversos estratos sociales. Por la parte superior del coloreado friso social, el creador es contemplado cual un ser peligroso. Para el político, el banquero o el gran empresario, aquél es un transgresor. ¿Y qué infringe? Acaso, ni ellos mismos lo saben, aunque tengan el pálpito de hallarse ante un riesgo o amenaza. Hacia su mitad, el cuerpo colectivo tolera al artista y, si puede y guardando siempre la prudencial distancia, tantea su posible utilización. La clase media española, de la que han surgido notabilísimos creadores (recuerden ustedes, como botón de muestra, el noventa y ocho), nunca vio claro el cometido de los intelectuales. En cuanto al pueblo llano, a las clases con menor acceso a la instrucción, jamás se han hecho un esquema aproximado de lo que el creador es, ni acaba de vislumbrar el porqué de lo que hace. Aunque lo dijera Rafael Alberti (él sí que supo engañar a lo ingenuos), la poesía raras veces ha movido a los pueblos. A éstos los mueve el dinero, el látigo o el icono. Vean qué pena…

Y entrando en lo personal, les contaré cómo, un día, un hombre supuestamente ilustrado, un señor que ha ocupado importantes cargos públicos y políticos, fue y me preguntó:

-Oiga, Aranguren, ¿usted a qué se dedica?

-Yo, a escribir -contesté.

Mi interlocutor ladeó un poco la cabeza, sonriéndose. Mi respuesta la tomó por un chiste o una boutade. Insistió:

-Bueno, pero… ¿qué es lo que hace EN SERIO?

Han pasado desde entonces muchas primaveras, pero la imagen la conservo nítida. Le respondí como si le agarrara por las solapas:

-Escribir es justamente la cosa más SERIA que he estado haciendo en mi vida.

Pienso que el caballero se debió de molestar conmigo… Ahora hubiese sido distinto; me hubiera echado a reír. Luego, mirando hacia otra parte, le habría contestado: “Pues no sé; no lo he pensado nunca…”.


P.S. – He hablado de artistas y literatos; el término “creador” les va pintiparado. La palabra “intelectual” peca de ambigua, quizás por manipulada, pero creo que también nos sirve.

Jorge Aranguren (Q.P.)

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