Decidieron los animales abrir un concurso de belleza: se fijaron día y condiciones, y se publicó la lista de los premios ofrecidos.
El día señalado acudieron a la cita los candidatos; y los miembros del jurado comprobaron con sorpresa que todos los animales, sin excepción, se habían presentado para disputar el premio.
Empezaron a indagar los motivos de semejante unanimidad, pues les parecía que entre los competidores, algunos había que no podían ni remotamente contar con los sufragios de los jueces y que el jurado iba a tener un trabajo por demás ingrato.
Preguntaron, por ejemplo, al elefante, qué era lo que lo impulsaba a concurrir: «Pero toda mi persona, contestó él; el conjunto y los detalles: mi masa imponente; mi trompa tan larga y tan elegante; mi cuero tan rugoso que no hay otro igual; y mi colita tan bonita, y mis ojos tan pequeños, y mis orejas tan anchas».
Todo lo que era de él le parecía bonito. Y lo mismo pasó con los demás, sin contar que nunca era lo que a los jurados parecía digno de mayor aprecio lo que a cada cual de los competidores más le agradase. El pavo real, por cierto, era orgulloso del esplendor de su cola, pero, más que todo, recomendó a los jueces la suavidad de su canto; el perro ñato ponderó lo chato de su hocico, lo mismo que el elefante había ponderado lo largo de su trompa, y el zorro no dejó de llamar la atención sobre lo puntiaguda que era su nariz, asegurando que esto era el verdadero colmo de la belleza.
El avestruz quería que todos admirasen lo corto de sus orejas, y el burro sacudía las suyas para hacer valer su tamaño. Tanto que el jurado tuvo que aplazar el concurso hasta que entrase -dijo- un poco de juicio en las cabezas; como quien dice: por tiempo indeterminado.
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