- IV -
Recuerdo que sostuve una noche en la Academia que figurando en el Diccionario el sustantivo presupuesto, nada de irregular habría en admitir el verbo presupuestar de que tanto gasto hacen periodistas y oradores parlamentarios. En esa discusión que se acaloró un tantico, y en la que un intolerante académico olvidó hasta formas de social cortesía, leyose un romance que, hace medio siglo, escribió Ventura de la Vega contra el verbo presupuestar, lectura con la que mi contradictor no probó más sino que el tal verbo ha llegado a imponerse en el lenguaje, para evitar el rodeo de formar presupuesto, consignar en el presupuesto, etc. Pobre, estacionaria lengua sería la castellana si, en estos tiempos de comunicación telegráfica, tuviésemos que recurrir a tres o cuatro palabras para expresar lo que sólo con una puede decirse.
La intransigencia del académico a quien he aludido para con el verbo presupuestar, se parece mucho a la de don Rafael María Baralt con el vocablo gubernamental.
«Todo se intente, todo se haga, menos escribir semejante vocablo, menos pronunciarle, menos incluirle en el Diccionario de la Academia. Antes perezca éste, y perezca la lengua, y perezcamos todos».
Pues poquita cosa le pedía el gusto. ¿Así son los odios académicos para con las pobres palabras? Mal consejero y peor juez es el odio.
Pues, a pesar del anatema, la voz gubernamental se impuso, y ahí la tienen ustedes, en la última edición del Diccionario, tan campante y frescachona. Y a pesar de la inquina de Baralt no nos ha llevado todavía la trampa, y el mundo sigue rodando
por el piélago inmenso del vacío.
Qué haya un vocablo más ¿qué importa al mundo?
Y aquí viene, como anillo al dedo, algo que Pompeyo Gener escribe en su interesante libro Literaturas malsanas, y que copio para que el lector americano sepa que, en España misma, abundara combatientes contra las intransigencias académicas:
«La lengua es un órgano viviente que evoluciona, y en cualquier momento de su historia se halla en estado de equilibrio entre dos fuerzas opuestas: la una, conservatriz o tradicional, y la otra revolucionaria o innovadora. La fuerza revolucionaria, o que obra por alteraciones fonéticas y por neologismos, es necesaria a la vida del lenguaje, para que éste no muera falto de sentido y de flexibilidad. La vida del idioma consiste en el equilibrio de conservar lo antiguo que corresponda a las ideas cuyo uso sea lógico y adecuado, y de enriquecerle con nuevas significaciones, nuevas palabras y nuevos giros creados siempre conforme al genio de la lengua. Hay quienes creen que la lengua vive por sí propia, que desde que la fijaron los clásicos es perfecta per in eternum, y se les figura un sacrilegio toda innovación, y toda alteración un atentado. Y así pasan horas, y días, y años, convirtiendo el castellano de lengua viva en lengua muerta. Les sucede lo que a los romanos de la decadencia que, a fuerza de aferrarse a su latín, se les quedó una lengua litúrgica, incomprensible, enfrente de las lenguas populares, fecundas y poéticas, que dieron lugar a las neo-latinas. No ven que el mundo marcha, y con él las expresiones escritas. ¡Ay del que de un nombre haga un verbo, de un verbo un nombre, de un sustantivo un adjetivo! Lo tendrán esos creyentes por reo de mayor crimen que el de haber faltado a la moral o a la conciencia. Y ¡cosa rara! ¡por causa de esta ceguera intensa redactan diccionarios, que pretenden imponer como códigos de la lengua! Pero, contra todos estos pseudo-gramáticos, el lenguaje continúa siendo un organismo sonoro que la mente humana crea y transforma de una manera sensible e indefinida, Y las obras del genio siguen produciéndose y dando lugar a nuevas estéticas. Y los estímulos nuevos surgen con los nuevos temperamentos, independientes de todas las reglas. Y el hombre continúa produciendo e innovando, en las letras como en todo, pudiendo decir, a pesar de los académicos, e pur si muove».