En la abigarrada y siempre jugosa selva de nuestro refranero hay un dicho que va a servir hoy para mi comentario. La sabiduría popular asegura que, en ocasiones, “un árbol no nos deja ver el bosque”. No puedo menos de invertir este aserto, tan vivo, plástico y vegetal, para servirme y abusar de él en un sentido lato. Nos quedaría la sentencia en esto: “El bosque no nos deja ver el árbol”. Pienso en ello a raíz del relato que un amigo acaba de contarme. El hombre salió rumbo al Lejano Oriente. Con una escala en Bangkok, por aquello de comprobar la realidad viva y palpitante de aquel paraíso masculino, donde las indígenas atienden al turista y a sus dólares con ese celo casi escolástico que las hace famosas, nuestro hombre en Oriente arribó a Macao. En Macao deambula por barrios destartalados; es atracado en el hotel, los restoranes típicos y las atomizadas tiendas de baratijas, y comprueba, con la desilusión del peninsular orgulloso, que la ciudad ha olvidado por completo su origen lusitano. Ni siquiera se entiende en portugués con aquellos hombres pequeñitos y laboriosos hasta la náusea. Su buen francés -acuñado en las tahonas de Sartre, Brassens y el delicado Larbaud- no le sirve ni para pedir alpiste. Con un inglés aprendido de niño en su Perú virreinal, nuestro amigo intenta defenderse; come, pasea, compra chucherías y coge autobuses de museo de los horrores. No hace el amor porque resulta peligroso. Y al fin desaparece de Macao y llega a Hong Kong. Hong Kong, cuyo sonido tiene por sí solo la capacidad de trasladarnos a un mundo de exóticas dulzuras, sigue siendo esa ciudad fantasmagórica con la que todos hemos soñado. Más poderosa que New York, más rutilante que Las Vegas, aparece a los ojos occidentales corrompida y difícil, pero tan atractiva como podía serlo Lauren Bacall a la jineta sobre una mesa de bacarrá. Y he aquí que nuestro amigo tiene que presentarse a la policía para esos trámites que, en cualquier lugar del mundo, el sistema nos obliga a cumplir y que se han establecido para obligar y humillar al ciudadano. Nuestro amigo es súbdito del Perú, pero la documentación está extendida en Barcelona. Primer gesto de sorpresa de un funcionario que, correcto y corrido un punto, no sabe qué cosa es el Perú. Ante tamaña ignorancia y la posibilidad de corregirle en unos pocos minutos, el turista decide prescindir de todo el continente americano y explica que él vive en España y que también es súbdito español. El policía dice para sí mismo: “Spain”, vuélvese a un compañero y ambos consultan luego una agendita de tapas negras. Después de unos minutos intercambian una sonrisa amarilla y seráfica. Luego exclaman: “¡Ah, western, western!” y devuelven, debidamente legalizado, el pasaporte. Una reverencia y nuestro amigo ya está en la calle. De regreso al hotel, un cubanito cincuentón y ducho en peregrinajes honkoneses le desvela el misterio. “Claro -explica-, es que para estos tipos no existen ni el Perú, ni Barcelona, ni España, ni el carajo. Mira, chico, todos los europeos somos western, desde el Santo Padre a la Reina Madre. Desde Siberia a Finisterre, ya se sabe: western, el salvaje oeste.”
Hasta aquí, la anécdota. Y ahora justifico mi alusión al refrán porque cuando me contaron esta historia yo no pude evitar asociarla con nuestro variopinto panorama autonómico. Dios mío, pensé escalofriándome, si un ibicenco teme que le confundan con un palmesano, y un donostiarra enrojece si por azar lo toman por vizcaíno, y pasa igual en cada entrañable y entrañado rincón de nuestra geografía, al velar cada españolito por su virginal singularidad, ¿qué podemos sentir los europeos dentro de ese enorme saco donde nos han metido miles y miles de criaturas de ojos oblicuos?
Sí, indudablemente, ellos son el bosque; nosotros, el arbolito.
Jorge G. Aranguren (Q.P.)
Llueve
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